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Del silencio al testimonio

Del silencio al testimonio - Sobrevivir para contar - Callar para vivir

Fueron muchas décadas de silencio. Los sobrevivientes de la Shoá comenzaron a hablar públicamente a finales del siglo XX. Solo lo habían hecho, y no siempre, en el ámbito privado. Un silencio particular que invita a reflexionar acerca de sus motivos y su evolución desde 1945 hasta la fecha. 

Después de 1945. Una vez vueltos a la vida debieron encarar cómo vivir. Echados de sus hogares, perdidas familias y lazos conocidos, los esperaban los duros escollos de encontrar un destino y conseguir los recursos para llegar. “¿Dónde puedo ir?” llora la canción sobre aquel mundo de puertas cerradas. Israel -entonces Palestina bajo mandato británico- y Estados Unidos tenían estrictas cuotas de inmigración, los otros países tenían prohibido otorgarles visas, conseguirlas requería conexiones, estrategias y dinero. 

Una vez encontrado un sitio, toda su atención y energía debió destinarse a la adaptación, idiomas, costumbres, lugares, todo desconocido, un tanto amenazante. Llegaron sedientos de contar pero pocos querían escuchar. Y cuando lo hacían, muchos no les creían y otros, fue el golpe más fuerte, los acusaban de “haber hecho algo para sobrevivir”. Entendieron rápidamente que mejor era callar ante la incredulidad y la acusación que dolía, humillaba y avergonzaba. No podían explicar lo que habían vivido, todo estaba demasiado cerca y  solo sabían lo propio, les faltaba la perspectiva más amplia de la compleja y terrorífica realidad  perpetrada por el nazismo. ¡Había tanto por hacer para salir adelante en la nueva vida! ¡Manos a la obra, mejor callar! 

El ala de la izquierda judía comenzó a conmemorar en la década del 50 el “Heroico levantamiento del gueto de Varsovia” que al tiempo que enaltecía a los resistentes, implicaba que quienes no habían resistido de ese modo glorioso, habían sido cobardes. 

Un motivo más para callar.

Década del 60. Cuando comenzaron los reclamos por indemnizaciones, entre los requisitos para ser lograrlo, los sobrevivientes fueron evaluados psiquiátricamente. Ante la desesperación por no poder documentar lo perdido muchos fraguaron o exageraron trastornos que los haría beneficiarios de una compensación. Fue descripto entonces el “síndrome del sobreviviente” cuyos ingredientes eran negación, desapego emocional, pesadillas, angustia, insomnio, necesidad de control y culpa; el habla popular lo llamó “el loco de la guerra”. 

Estas conclusiones psiquiátricas no coincidían ni con mis padres ni con los sobrevivientes que habían sido mi familia. Eran personas vitales, trabajadoras, sociables, entregadas a sus desarrollos personales, construyendo su “parnasá” con entusiasmo, generando familias sanas con hijos que cimentaban el futuro a fuerza de trabajo y estudio. No se diferenciaban de otras familias de inmigrantes. 

¿Pero por qué no contaban lo que habían vivido? Y resultó que no era solo un tema de los sobrevivientes de la Shoá. En todos los genocidios del siglo XX la voz de los sobrevivientes se empezó a escuchar recién varias décadas después. 

El camino no fue una línea recta. Veamos su cronología.

Año 1961. El juicio a Adolf Eichmann abrió una brecha en el muro del silencio. Los sobrevivientes fueron llamados a testificar y por primera vez después de terminada la guerra se conocieron caras e historias que se difundieron por todo el mundo. Fueron visibles por primera vez y de modo positivo. La sociedad israelí llamaba “savon” a los cobardes en obvia alusión al mito de que los judíos fueron convertidos en jabón, esos judíos llamados  guéticos, despreciados doblemente porque supuestamente se habían dejado conducir “mansamente como ovejas al matadero” y porque si habían sobrevivido era debido a “algo” que habían hecho. Su presencia en el tribunal les devolvió algo de la dignidad que la sociedad les había escatimado y con ello, el derecho a hablar. Pero no fue suficiente, aún no era el tiempo. A poco del juicio, la brecha se cerró y se restableció el silencio. 

Año 1978. La serie norteamericana “Holocausto” que todos vimos tensos y aferrados a nuestros asientos fue un nuevo intento de quiebre. Era la historia de los Weiss,  una familia alemana, gente de la cultura bien diferente del judío “cobarde y pasivo” tan estereotipado. Pero tampoco alcanzó. Fue otra llamarada que se apagó pronto. Siguieron callando. 

 Año 1993-1998. Todo cambió, el dique del silencio finalmente se quebró con “La lista de Schindler” de Steven Spielberg y la creación de la Shoah Foundation con su mayúsculo proyecto de registrar los testimonios de los sobrevivientes. Convocados, uno por uno, a contar su historia, decían orgullosos “Di mi testimonio a Spielberg” como si el director mismo hubiera estado en su casa. Dignificados y reconocidos, ahora que los querían escuchar, podían y querían contar. Luego de décadas de silencio protector fue un acto de resignificación y justicia, y desde entonces hasta la actualidad, no pararon de hablar. Las viejas hipótesis de negación se mostraron inexactas, los “locos de la guerra” no sufrían de locura. No hubo negación ni olvido. Recordaban todo, querían contar todo. 

Cuarenta años después, había llegado el momento. Pero la pregunta de por qué guardaron silencio tanto tiempo seguía sin ser respondida.

Un silencio protector. Jorge Semprún relató en “La escritura o la vida” (1994) que una vez fuera de Buchenwald, donde había sido deportado por comunista, no pudo escribir lo vivido hasta mucho después porque sumergirse en aquel barro pegajoso le impediría seguir viviendo. Cuatro décadas necesitó para ponerse en contacto con aquello sin temer que esos recuerdos, dolorosamente adheridos, no le dejaran vivir. Su dramática opción era escribirlo o vivir. Su propuesta de que el silencio había sido una protección para él me hizo pensar que si no habrá sido similar para otros sobrevivientes.

No todas las víctimas de éste y otros hechos genocidas callaron pero los que hablaron prematuramente se hundieron en la victimización de donde no podían salir. En sus casas, el tema recurrente y agobiante cubría creaba un contexto de resentimiento y las relaciones intrafamiliares se teñían de culpa, ira e irritación. Definidos solo como víctimas esperaron un reconocimiento que la sociedad no estaba aún en condiciones de dar. El hablar prematuramente no les alivió y les impidió operar con el trauma o resignificarlo. Al victimizarse hicieron de la experiencia su eje de identidad quedaron sumidos en una penuria opaca y adhesiva que entorpeció sus vidas a cada paso como temía Semprún y lo confirman los suicidios de Bruno Bettelheim, Paul Celan, Jean Améry, todos sobrevivientes de la Shoá que hablaron tempranamente. También está la dudosa muerte de Primo Levi cuyo libro “Si esto es un hombre” publicado en Turín en 1947 con una tirada modesta pasó inadvertido. Era pronto todavía. 

Un silencio reestructurador y posibilitador. La dimensión temporal del silencio, se hizo más sólida cuando Dominique Frischer en “Les enfants du silence et de la reconstruction” (2008) propuso la idea de que no solo el silencio no fue patológico sino que fue estructurante y esencial para que los sobrevivientes pudieran recuperarse y reconstruirse. “Recién cuando el sobreviviente siente que el pasado ha quedado atrás, cuando los pasos dados a posteriori lo tranquilizan porque todo ha seguido bien es cuando, paradójicamente, puede ponerse en contacto con lo vivido, mirar hacia atrás y comenzar a hablar”. 

Durante mucho tiempo creí y sentí al silencio vivido en casa como algo negativo. En mi propósito de comprenderlo y deconstruirlo, confusa y dolida por la ausencia de palabras con la que había crecido, describí seis razones para ello : no existían formas de nombrar aquello, la sociedad no quería escuchar, los padres no querían herir a los hijos, había diferentes categorías del sufrimiento según lo vivido por cada uno, la continuidad de la vida se habìa quebrado y la experiencia durante la Shoá estaba enquistada sin poder ser integrada y por último, los caminos no lineales en que se vive y procesa la memoria. 

Más tarde cuestioné al silencio como condición negativa y me pregunté si siempre era conveniente hablar. ¿No será, para algunos, en algunos casos,  abrir una caja de pandora despertando fantasmas que era preferible mantener dormidos? En una sociedad tan psicoanalizada como la nuestra, tan colonizada por la idea de que hablar de todo y  siempre es bueno, revisarlo fue ligeramente subversivo. Vinieron en mi ayuda las ideas de Semprún y Frischer. 

Frischer redobla la apuesta de Semprún: No solo el silencio fue protector sino estructurante, hizo posible seguir viviendo.

No parecía lógico pero coincidía con mis propias observaciones y dado que mi experiencia profesional me había mostrado que luego de sufrir un ataque hablar solía ser beneficioso me pregunté por qué no lo era en todos los casos. ¿Cuál era la diferencia? Tal vez estribaba en que el ataque sufrido en la Shoá no fue individual sino colectivo. Con la premisa de que se trató de dos situaciones traumáticas que determinan distintos procesamientos y caminos elaboré la hipótesis que sigue.

Dos traumas diferentes. El concepto tradicional de trauma se ubica en la esfera individual. El ataque individual (violación, secuestro, robo) es entre dos personas, el perpetrador y la víctima. El perpetrador tiene un propósito personal generado por objetivos personales y emociones como codicia, odio, desesperación. Cuanto más pronto pueda la víctima ponerlo en palabras, mejor su procesamiento, pronóstico y recuperación. Cuanto más tiempo calle, anclará más hondo en su subjetividad hundiendo a la persona en la victimización sin permitirle emerger de allí y seguir su camino. El ataque personal y emocional es algo que compartimos con los mamíferos. 

En el  ataque colectivo ya no son dos los que intervienen, son cuatro. El perpetrador responde a una entidad superior -Estado, gobierno, ejército-, no ataca con un propósito personal y emocional sino que obedece órdenes. No importa la identidad de la víctima sino su pertenencia al grupo designado como blanco. Los cuatro elementos son: un Estado perpetrador, un ejecutor, el grupo designado y un miembro del mismo. El ataque no es personal ni emocional sino racional, “para el bien de la sociedad”. 

El ataque colectivo, típico de hechos genocidas, es exclusivamente humano. 

Sobrevivir a un trauma colectivo requiere tiempo. 

El trauma colectivo vulnera el contrato social cuando el Estado, cuya tarea es proteger y cuidar, es el que asesina. Socava las bases sobre las que nos constituimos como individuos y corroe la confianza básica. Recuperar la confianza demolida, darle voz y palabras, es un proceso que requiere tiempo para ser consolidado. 

El trauma colectivo cambia las expectativas, las normas y los lugares dentro de la sociedad. Los parámetros de la educación se vuelven otros, otras las reglas de la vida. Se subvierte lo que cualquier religión predica y hacer lo que antes se penaba pasa a ser deseado y premiado. Los que eran amigos se vuelven enemigos, lo que estaba bien está mal, lo que estaba mal está bien. Estaba prohibido ayudar a un judío en Polonia durante la ocupación nazi, refugiar, proporcionar un salvoconducto, dar tan solo una papa que le permitiera vivir un día más. Si el ayudador era descubierto, antes de asesinarlo se mataba a toda su familia. Hacer el bien, ser solidario pasó a ser un delito. La denuncia, la delación, la tortura, el engaño eran alentados y premiados por el Estado. La prisión sin causa, el asesinato programado en manos de quien se comprometió a cuidar, fragmenta el piso sobre el que se está parado, la confianza básica sobre la que se sustenta nuestra vida en sociedad. Recuperar esa confianza es, y eso es lo que hemos aprendido de los sobrevivientes de la Shoá y de los otros genocidios del siglo XX, una construcción personal y colectiva que no sucede de la noche a la mañana.  

Este silencio de décadas se replica en los sobrevivientes sudafricanos, los de la masacre de Ruanda, los de la guerra de Argelia, los de las limpiezas étnicas en los Balcanes, los de Malvinas y de la dictadura argentina y la chilena, la uruguaya, la brasilera, los sobrevivientes del genocidio armenio, los sobrevivientes de la Shoá, todos requirieron tiempo para recuperar la confianza y en ese lapso han mantenido silencio.

Vivimos en una cultura que estimula el hablar. Nos circunda la idea, promovida probablemente por los templos psi y sus sacerdotes y feligreses, de que hablar es siempre sanador y que quien no lo hace está en riesgo de alguna severa patología mortal e incurable. Es sin dudas saludable intentar poner orden y otorgarle operabilidad a nuestro mundo interno y a nuestras relaciones y penas. Pero de ahí a enunciar una ley general, para todos los silencios de todas las personas en todas las situaciones, hay un trecho que requiere de una consideración más detenida. 

La psicología observa y reflexiona sobre el  trauma individual que sucede entre dos personas particulares, no el que ataca el contrato social. La conducta de un delincuente, un enfermo, un enemigo, no lesiona la estructura social. El sufrimiento, el agravio y sus consecuencias en las víctimas dependen, por un lado del grado del ataque, y por otro de que se le pueda poner las palabras lo más pronto posible para que no permanezca tóxico y enquistado. 

Por el contrario, la lesión de un trauma colectivo perpetrado por el Estado es de otro orden, corroe la legalidad que sustenta la convivencia, ataca la comunalidad, la vida gregaria, al contexto social imprescindible sobre el que construimos nuestra subjetividad. Cuando nos tenemos que cuidar de quien nos tiene que cuidar ¿cuáles son los parámetros a los que ajustarse? El mapa pre-existente deja de ser válido, se pierden los puntos de referencia. Ya no sabemos a qué atenernos, en quien confiar, dónde ir, cómo comportarnos. Si el Estado nos designa como sus enemigos somos parte del “enemigo interno” ese “uno entre nosotros” a perseguir, detener y extirpar, quedamos fuera de la ley. La confianza queda herida de muerte. 

Y cuando todo termina, cuando se emerge del “bache” genocida oscuro y arbitrario, cuando se recupera la vida “normal”, hay que hacer un esfuerzo supremo aferrarse a sus bordes del bache y reinsertarse esperando volver a confiar. Las ganas de vivir son incontenibles, como ese hilito de agua que siempre encuentra un cauce y en su camino arrasa con todo porque tiene que seguir. Vueltos de la iniquidad y la muerte hay que trabajar, construir proyectos, demostrar y demostrarse que lo vivido fue un accidente transitorio, como ese rayo fatídico que cayó un día y quemó la casa, convencerse de que las cosas volverán a sus cauces, que el imperio de la ley se ha establecido y que todo va a estar bien, que ya ha pasado el peligro. Volver la vista atrás amenaza con despertar los fantasmas, con perder pie y resbalar en excrecencias y restos sociales pringosos. Y se pone toda la energía en la reconstrucción de la confianza perdida y el sobreviviente apuesta -¿qué alternativa tiene?- a esta sociedad que hace un instante lo había traicionado. Es que si no confía no puede seguir viviendo. ¿Cómo hacerlo cuando la vivencia de traición sigue viva? Tiempo, hace falta tiempo para ir restableciendo los indicadores de que la sociedad va recuperando su cordura, que vuelve el mundo de reglas previsibles en el que se estará a  salvo. Lo que pasó, pasó, quedó en ese “bache” oscuro y sin palabras. Además nadie quiere oír. Hablar de lo que pasó es enfrentar a toda la sociedad con su propia ignominia. El sobreviviente calla mientras se recompone pero también es invisibilizado en su padecer porque es un testigo incómodo y nadie quiere oír su testimonio. La sociedad todavía no puede. Y hay que seguir viviendo. Hasta que llega el momento de hablar.

Los testimonios de los sobrevivientes de la Shoá. 

Callaron pero no olvidaron. Ni negaron. Ni reprimieron. Entre ellos hablaban, no públicamente. Decidieron mirar hacia adelante, como el hilito de agua. Y décadas después, con sus vidas hechas, el pasado bien atrás y la sociedad en condiciones de revisarse y de mirarse en ese espejo deformante de su esmirriada humanidad, con hijos adultos y nietos, recién entonces pudieron tomar el pasado traumático entre las manos y comenzaron a dialogar públicamente con él. 

Con una sociedad que abrió las orejas y tímidamente aceptó este ejercicio de revisión de algunos de sus supuestos, hay un nuevo contexto de recepción. La confianza va hacia un  proceso de reconstrucción y las marcas, que no se borran, dibujan circuitos que quedan como documentos pero que por fin pertenecen al pasado.

Ya sin peligro de hundirse otra vez en el “bache” sin salida, sin temor de confrontar a un Estado ocultador, sin tener que dar explicaciones por haber sobrevivido, cuando los hijos, nietos y bisnietos aseguran que el futuro es y está, se puede. 

Ahora se puede hablar.

Publicado con Coloquio del Congreso Judío Latinoamericano

 




Discursos de odio y propaganda

Intervención para un video que realiza La Casa de Ana Frank para la International Holocaust Remembrance Alliance.

1- ¿Cómo se reproduce en la actualidad este fenómeno (tema específico del video) ocurrido durante el nazismo?

Los mensajes de odio, tan hábilmente usados por el nazismo, se siguen usando. 

Los mensajes de odio ordenan el mundo en nosotros y ellos. Un mundo binario de amigos y enemigos. Si no sos como yo, si no pensás como yo, si no actuás como yo, sos mi enemigo, pensás mal, actuás mal, sos malo. 

Los mensajes de odio dividen las aguas y generan estas brechas que estamos viendo en diferentes partes del globo. 

Los mensajes de odio hacen imposible la conversación, no se puede conversar con alguien que creemos que es malo. Al malo hay que destruirlo. Es lo que planteaba el nazismo. No solo contra los judíos. Los opositores políticos fueron los primeros en ser vistos como malos esenciales, esos que se empeñaban en discutir lo que proponía Hitler. Oponerse y discutir era clara señal de maldad y de que eran irrecuperables. Lo mismo pasaba en la Unión Soviética donde decenas de millones de opositores fueron asesinados, “purgados” decían ellos, contaminaban a la sociedad, debían ser asesinados por el bien superior de la sociedad. 

Los discursos de odio son una herramienta privilegiada en la construcción de tiranías y despotismos que son el paso previo a los genocidios. Los líderes dictatoriales han aprendido muy bien la perversa lección provista por el nazismo en la división de la población entre buenos y malos, amigos y enemigos. Son una herramienta efectiva de control social y de sometimiento de los opositores. Los alemanes fueron bombardeados con mensajes de odio hacia los judíos por todos los medios posibles. Salían a la calle y veían posters en los que los judíos eran caricaturizados como malignos y diabólicos. Veían películas en los que se los hacía aparecer como ratas o insectos ponzoñosos. Discursos políticos, programas de radio y teatro, rumores, chistes, todo confluía en el odio a esos seres que amenazaban a los alemanes. Publicaciones como diarios, revistas, panfletos y textos escolares distribuían constantemente mensajes sobre la peligrosidad de los judíos y la necesidad de deshacerse de ellos por el bien de la nación. 

Los dictadores y líderes totalitarios saben muy bien el enorme poder que tiene la propaganda y luego del nazismo han aprendido a usarla y hoy se potencia con el alcance universal de las redes sociales.

Una mentira dicha insistentemente, una y otra vez, bombardeada a todas horas, de maneras diferentes, por distintos medios y apoyada por personas prestigiosas, se vuelve una verdad. “Si todos dicen que los judíos son como las ratas y que traen infecciones ¿quién soy yo para decir lo contrario? debe ser así” es la conclusión a la que llegan los que incorporan pasivamente estos mensajes. 

Todos los pueblos que encararon una guerra debieron hacerlo enarbolando un discurso de odio porque solo viendo al otro como enemigo se lo puede asesinar. El peligro de los discursos de odio es que borra la sensación del otro como un semejante y lo transforma en un otro esencial, un otro que se me opone, un otro que me pone en peligro, un otro con el que no se puede dialogar, un otro perverso al que solo me queda destruir. 

2- ¿En qué ejemplos de la realidad usted ve que se usan hechos del nazismo para violentar y distorsionar, en el presente, lo actuado o realizado por los alemanes en el pasado? 

Lo actuado por los alemanes en el pasado es visible en las decenas de hechos genocidas ocurridos luego del Holocausto, en Camboya, en los Balcanes, en Ruanda, en Guatemala, en nuestra Dictadura Militar, y en tantos otros, los discursos de odio abonaron el terreno en donde brotó el asesinato. En nuestro país fue la guerra de Malvinas en la que la propaganda tuvo una acción determinante para su legitimación. Recordemos las filas interminables de gente que iba a entregar sus cadenitas y medallitas de oro para ganarle a los ingleses, los chicos que se presentaban como voluntarios para ir al combate y recuperar lo que nos había sido robado 150 años antes con la idea de que era un paseo de domingo, de que las ganas vencerían a la poderosa maquinaria bélica de Inglaterra. Iban alegres y aplaudidos por periodistas y medios, por la gente en la calle, iban a defender el orgullo nacional y a darles una paliza a los piratas ingleses que se iban a dejar ganar sin ofrecer resistencia. “¡Qué venga el principito!” gritaba Galtieri como un gallito provocador desde el balcón de la rosada y la intensidad de la propaganda acallaba el descontento de lo que se vivía en otros órdenes, se encolumnó a toda la gente tras esta ilusión y por unas semanas parecimos haber olvidado a la opresión de la dictadura y los desaparecidos. 

3- ¿Qué piensa sobre el uso de hechos o situaciones de la época del nazismo para calificar, violentar o denigrar personas o grupos en la actualidad? 

El uso de lo sucedido durante el nazismo aplicado para calificar, violentar o denigrar, me parece un uso espurio y perverso. Denominando hechos, situaciones o personas actuales basándose en la información superficial que se tiene sobre el nazismo tomada de series y películas y no de un conocimiento fundado, revela el desconocimiento de qué pasó y cómo fue la vida durante el nazismo. En especial para los judíos, los discapacitados, los opositores y todo aquel que era designado como enemigo a ser detenido y silenciado en unos casos y exterminados en su mayoría. 

Llamar nazi a una persona autoritaria es desconocer que nazis eran los que querían exterminar a gran parte de la gente, no solo  a los judíos, empezaban por los judíos y las primeras víctimas de otros colectivos, pero su plan era global, era la reingeniería de la raza humana, una reingeniería según sus propios criterios. Para un nazi estaba permitido y justificado el exterminio de todo aquel que no correspondía a lo que creían que era la raza superior. Un nazi no es solo alguien autoritario y despótico, es alguien que cree tener el derecho de decidir quien vive y quien no. Es de un orden lógico muy alejado de cualquier situación cotidiana, aunque sea de autoritarismo y sometimiento. Llamar nazi a cualquiera a tontas y a locas es poner en evidencia su ignorancia, su superficialidad y su carencia de argumentos.

4- ¿Qué opinión le merece el uso de elementos o consignas del holocausto para agredir o descalificar a organizaciones o personas en nuestros días? 

El uso de palabras derivadas del holocausto es impropio y tergiversa los hechos al dejar de lado aquel contexto. Se denigra e insulta incurriendo en una falsedad histórica, y así se violenta tanto aquella realidad como ésta. El nazismo determina una fuerte repulsa social, un profundo rechazo emocional porque se lo visualiza como el mal absoluto. Al usar esos elementos y consignas del holocausto se apela a esta emoción, se superpone el pasado al presente, se confunde y distorsiona al tiempo que se tiñe con el manto de maldad absoluta a quien se quiere denigrar, cubriendo a la persona que tuvo una supuesta conducta maligna con una mancha tóxica y pegajosa. 

En los discursos de odio las palabras que tienen que ver con el nazismo vienen como anillo al dedo. El Holocausto ha tenido tanta difusión que algunas de sus cosas han pasado a ser parte del habla común pero con un abaratamiento de su contenido. Se toman ideas impactantes sin revisión ni conocimiento y se las aplican a situaciones menores, alejadas de lo que fue el horror del exterminio nazi. Palabras como “hitler, campos de concentración, goebbels, nazi…” (con minúsculas porque se dicen como sustantivos comunes) pueden referirse a diferentes cosas usualmente sin relación con muertes o asesinatos. Autoritarismo, despotismo, arbitrariedad y cosas por el estilo pueden ser denominadas a modo de exageración o enfatización con este tipo de palabras. Dan a entender por un lado que lo que quieren denominar es terrible pero por el otro abaratan, banalizan lo que pasó durante el Holocausto, le quitan peso, lo transforman en algo no tan terrible, algo que le puede pasar a cualquiera. Los sobrevivientes y los que estamos atravesados por aquel horror sentimos que nuestro dolor es tergiversado, ofendido y menospreciado. Si cualquiera es un nazi o un hitler, también lo que pasó es algo común que no merece ser señalado de manera alguna. Si cualquiera es un hitler, si la orden de quedarse en casa durante la pandemia es como estar en un campo de concentración, entonces hitler al final no era como se dice que fue ni los campos de concentración son para tanto. Transformar en ordinario lo extraordinario es darle permiso. Es más que banalizar. Es legitimarlo, darle la oportunidad de que vuelva a suceder.

5- ¿Qué situaciones, consecuencias o elementos puede disparar el uso de un discurso de odio para agredir, denostar o denigrar a sujetos, organizaciones o hechos en la sociedad contemporánea?

El uso de los discursos de odio es una conocida técnica manipulatoria para construir y desviar la así llamada “opinión pública”. Dicho de otro modo, una manera de instalar en la población la idea de que un determinado colectivo o persona perteneciente a un determinado colectivo, representa el mal y debe ser silenciado, detenido, excluido y, si la escalada continua, asesinado. 

La propaganda totalitaria conoce muy bien este recurso y lo entroniza de manera privilegiada. Una de las maneras de aglutinar a una población heterogénea es instalando la idea de un enemigo común, ese colectivo entre nosotros que atenta contra nuestro bienestar. Un enemigo común junta a todos. Por ejemplo un ataque exterior, una guerra, una pandemia, un terremoto, cualquier ataque lima las diferencias y tendemos a responder de manera homogénea. Pero cuando no hay un ataque real, el nazismo nos enseñó que es igualmente útil inventarlo. Los judíos fueron para la Alemania nazi el enemigo inventado al que había que señalar, excluir y finalmente asesinar. Es el recurso que adoptan todas las dictaduras y regímenes totalitarios y lo hemos visto repetirse una y otra vez en los genocidios que siguieron al del Holocausto. 

Durante la dictadura el terrorismo subversivo era el enemigo común que debía ser detenido no importa si de manera legal o ilegal, lo importante era detenerlo por el bien del país. Y así se perdió el estado de derecho que es lo que se pierde siempre cuando se justifica el daño con el supuesto bien superior.

Por ello, toda vez que se pretenda emprender alguna política que no asegure la aceptación de la mayoría, apelar a la lucha contra ese enemigo común permite la homogeneización y el acuerdo. Pero no olvidemos que el fin no justifica los medios, los medios son el fin. 

6- ¿Qué propone como posible solución a este problema?

Los discursos de odio y su uso por la propaganda totalitaria están instalados alrededor del globo. La causa es sencilla: El enemigo común une a los diferentes, les da un propósito común que licúa las diferencias y los hace manejables. 

Enseñar sobre el Holocausto y sobre genocidios en general es imprescindible pero no alcanza. Es preciso extraer de allí las enseñanzas que se instalen y formen una nueva conciencia. Enseñanzas que muestren cómo aquello sucedido allá y entonces se aplica aquí y ahora, en ejemplos y situaciones concretas que toquen personalmente a quien lo oye. La discriminación hacia ciertos colectivos como la gente con sobrepeso, con determinado aspecto o condición social, de género o de etnia por mencionar unos pocos, está presente todo el tiempo en todas partes y genera situaciones de penuria, ataques, bullying, exclusiones y arbitrariedades. Es ahí donde hay que apuntar porque es ahí donde duele, donde está vivo. Todo conocimiento es incorporado si viene con la carga de sentido y emoción que lo hace pertinente, solo así se oye, solo así se apropia, solo así puede producir algún cambio. Los modos de hablar, las palabras que se usan, las conductas verdaderamente inclusivas y los conceptos que lo sostienen deberían atravesar toda la escolaridad, desde el jardín hasta el post doctorado. 

La ética de la aceptación del otro cuando es diferente, y especialmente cuando es diferente, sigue estando poco presente en la formación y la reflexión cotidiana. Lo inclusivo es más que las terminaciones de algunas palabras. Incluir implica conocer, comprender y aceptar lo diferente, lo no familiar, lo que no es como uno, lo que no es como uno cree que debería ser, lo que no es como uno está habituado a ser o pensar. Requiere un esfuerzo porque no es sencillo aceptar a quien no es como uno. Una particularidad de los mamíferos es que nos sentimos cómodos con los que se nos parecen, los que son de nuestra misma “familia” o “tribu” y tendemos a ver a los diferentes como potenciales enemigos. Es una herencia filogenética porque antiguamente, en la época de las cavernas, los de otras tribus eran peligrosos, nos podían robar el fuego o el alimento de varios meses. Seguimos estructurados de manera similar y el aceptar al diferente nos pide una conducta nueva que, para que suceda, debe ser sostenida por la formación y la educación. 

Hasta ahora ni las religiones ni la educación formal han conseguido diluir la potencia de la instalación de ese enemigo común, el temor que implica y la aceptación de modos de evitarlo. Todos los mamíferos tenemos el mismo temor ante el peligro de eso que nos amenaza, pero solo los humanos lo usamos para manipular al grupo. Creo que esclarecer este fenómeno es esencial para empezar a pensar en cómo resolverlo, en políticas educativas que integren en las currículas la formación ética, la reflexión crítica y el aprendizaje de pensar. Sería interesante que una materia sea “El mundo de las redes sociales” que enseñe a usarlas, leerlas y defenderse de tantos de sus contenidos lesivos y peligrosos. Es un desafío que todavía espera ser encarado. 

7- Si tuviera que idear una guía para periodistas y comunicadores, ¿Qué recomendaciones sugeriría para evitar el uso de la banalización y distorsión del holocausto y el discurso de odio?

Los periodistas y comunicadores debieran hacer una seria reflexión acerca de la responsabilidad que porta su tarea y prestar atención al uso oportunista de la banalización del holocausto y de los discursos de odio. Los requerimientos actuales en los medios, la sed de rating que asegura la llegada y la facturación que permite vivir al medio del que se trate, terminan siendo una trampa mortal. Sin caer en el amarillismo que requiere sangre, impacto y mucho morbo, el rating es tan voraz y perentorio que avasalla la capacidad crítica. ¿Hasta dónde llegarán para conseguir un punto más? ¿Cuál es el límite? Ante la necesidad de conservar el trabajo, de prevalecer, de ser reconocido, no pareciera que muchos se lo pregunten o lo cuestionen. Creo que debemos instalar la necesidad de un tal cuestionamiento para que cada uno entienda por qué es necesario y cuál es el daño que le hacen al tejido social, a sus propios hijos y nietos. Las distorsiones y banalizaciones así como los discursos de odio, cuando no son a propósito y guiados por algún objetivo particular, son una consecuencia de la ignorancia, de la no reflexión ética y también de la falta de tiempo y disposición para hacerlo. Así como se requiere el elemental triple chequeo de cada noticia que se difunde, cosa que tantas veces no sucede y se derraman fake news distorsivas, conocer y comprender los pasos que llevan a un genocidio es un camino, que en principio, puede permitir esa reflexión ética imprescindible. 

8- Si el discurso de odio fue constructor del nazismo, ¿ante qué riesgos estamos si se utiliza el discurso de odio en la actualidad?

Los discursos de odio, una columna central del nazismo, son un riesgo poderoso en la actualidad. Pretenden homogeneizar a la población, instalar el partido único, la desaparición de los opositores, la obediencia ciega ante consignas que no se deben cuestionar ni combatir. El riesgo en la actualidad suma a este propósito la enorme potencia difusora y virósica de las redes sociales con su llegada universal. Las redes sociales fagocitan las subjetividades porque para ser visto, para ser leído, para ganar seguidores, los mensajes deben ser contundentes, simples y provocativos.  No hay tiempo para pensar ni para conceptualizaciones ni argumentos. El impacto requiere brevedad y consignas explosivas. Gran parte de la población mundial convive con hambre, carencias básicas y expectativas sombrías, pero el teléfono celular es una potente herramienta globalizadora. Todos podemos subir un mensaje, se genera una proximidad inédita, una horizontalidad que nunca antes vivió la humanidad y para ser visto en esa marea de mensajes se genera una nueva necesidad, los likes y los seguidores que aseguren que existimos. De este modo las redes sociales potencian los discursos de odio y los entronizan, a veces como el único recurso disponible que da la ilusión de ser visto, de ser reconocido y considerado, especialmente para quienes no son vistos ni reconocidos ni considerados, o para los que tienen la habilidad de usar las redes para instalar enemigos, ideas y odios con la pretensión de reacomodar las piezas de este mundo a su gusto y antojo. Los discursos de odio difundidos por las redes han subido un nuevo nivel el riesgo de la convivencia humana.

Oratoria de Hitler

Puede verse las dotes de oratoria que hicieron de este líder despótico y genocida ese personaje arrollador que atraía e hipnotizaba a las masas. Atención a su postura, sus gestos pero, fundamentalmente, al uso de los increscendos en su voz y al de los silencios, en especial, al del comienzo en el que espera a estar seguro de concitar sobre sí todas las miradas y todas la atención. Excelente para usos pedagógicos en los que se estudie la construcción de genocidios y las características de los líderes genocidas.

Justice, Truth and Memory in Jewish Argentina

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Traducción
Argentina durante la II Guerra y tiempo después

Para los que sobrevivieron y se encontraron vivos, el final de la guerra no fue un momento de celebración o alegría. 

Europa estaba cubierta por la sangre de las familias desaparecidas y también debían enfrentar la amenaza de la Guerra Fría. Sabían que debían encontrar otro lugar donde vivir.

Sin embargo, el triste resultado de la conferencia de Wannsee de 1938 -que ningún país aceptaba recibir a los refugiados alemanes y austríacos- se repitió al final de la guerra. Los sobrevivientes no sabían dónde podían ir. 

Mis padres, que habían sobrevivido e la guerra en Polonia y que habían perdido a su primer hijo, ya me tenían a mi y, junto a tantos otros, buscaban un país que nos recibiera. Las embajadas y consulados tenían largas filas pero sin buenas noticias. Y no les llevó mucho darse cuenta que el problema era que eran judíos. 

Decidieron decir entonces que eran católicos, dado que ya tenían experiencia en hacer lo que fuera para sobrevivir. Así fue como, soborno mediante, obtuvimos visas para ir a Paraguay.

¿Paraguay? ¡Qué palabra tan exótica! ¿Dónde era? ¿Cómo llegaríamos allí? Resultó que debíamos cruzar el océano Atlántico hasta el puerto de Buenos Aires en Argentina y continuar por tierra desde allí.

Buenos aires era prometedor porque sabíamos que una importante comunidad judía estaba allí desde antes de la guerra; así, ése fue su destino.

Llegamos en un barco el 4 de julio de 1947 llevando documentos falsos que indicaban que éramos católicos, pero recién en 2005 pude descubrir por qué había sido necesaria la falsificación. 

Uki Goñi, un investigador que estudió la inmigración de nazis a la Argentina y autor de “La Auténtica Odessa”, publicó una carta abierta exigiendo que la llamada Circular 11 fuera reconocida y abolida. Gracias a su trabajo el gobierno argentino finalmente reconoció, luego de décadas de negarlo, que la Circular 11 emitida el julio de 1938 prohibía a embajadores y cónsules proveer de visas a los “indeseables”, es decir, a los judíos y a los republicanos españoles.

Y Argentina no fue el único país en hacerlo. Casi todos los países latinoamericanos lo habían hecho y los Estados Unidos habían limitado mucho la inmigración judía entonces.

Cuando la Circular 11 fue finalmente reconocida y abolida, 67 años después de su emisión, solicité al gobierno argentino la rectificación de mi registro migratorio para que diga judía en lugar de católica. Lo conseguí y mi caso fue un leading case para todos los que debieron mentir acerca de su identidad para ser admitidos después de la guerra.

La Dictadura

Recuerdo el orgullo de mi mamá cuando fuimos al acto del Movimiento Judío por los Derehcos Humanos. Expresar nuestra oposición a la dictadura, abiertamente, en la calle, como judíos, era más de lo que podíamos imaginar. 

Con lágrimas en los ojos y la boca abierta, mamá me tomaba del brazo compartiendo el reclamo por los derechos humanos. 

Hasta ese momento habíamos vivido en una especie de burbuja evitando cualquier actividad que pudiera provocar un ataque antisemita o poner nuestras vidas en peligro.

Un ejemplo fue que en castellano nos llamábamos israelitas, no judíos, como si la palabra judío fuera ofensiva. De hecho, fue durante ese acto que por primera vez vi la palabra JUDIO escrita en un enorme cartel, públicamente.

Sin embargo, no teníamos todavía un cuadro completo de lo que estaba pasando. No todos tenían conciencia de las torturas, las detenciones y los desaparecidos, los asesinados cuyos cuerpos nunca fueron recuperados. 

El silencio que ya existía se volvió doloroso dolía a medida que la gente comenzaba a darse cuenta de lo que de verdad pasaba.

Recuerdo tenerle miedo a los militares y policías, pero por alguna razón desconocida no hice la conexión directa entre el autoritarismo de la dictadura militar con el nazismo a pesar de lo que habían vivido mis padres en Polonia. Sé de otras familias que habían enviado a sus hijos al exterior porque vieron el paralelo con la Shoá.

Como resultado de haber ingresado al país mediante un engaño y con el recuerdo del antisemitismo polaco todavía fresco en nuestra memoria, durante mis años infantiles mantuvimos nuestra condición judía de manera privada, casi como si no existiera. 

No éramos religiosos ni pertenecíamos a organización judía alguna. Nuestra identidad era mantenida solo en canciones y algunas tradiciones.

Pero todo iba a cambiar con la bomba de la AMIA.


1994 La bomba de la AMIA

El 18 de julio de 1994, aquel día inolvidable, mamá me llamó por teléfono. Estaba llorando y me pedía perdón por haberme traído a la Argentina. “No sabía” sollozaba “creí que estaríamos seguros aquí” su llanto se hacía más fuerte, le pregunté “”¿qué pasó mamá?” y su respuesta cambió mi vida: “Bombardearon la AMIA, ¡nos quieren matar otra vez!”. 

La mutual judía era un centro muy importante de la comunidad judía argentina. Había estado allí muchas veces en conferencias, conciertos y otras actividades. Era un sitio icónico y en muchos sentidos un refugio. 

¿Pero bombardeada? ¿En el centro de Buenos Aires? ¿Y por qué me dijo nos quieren matar otra vez? ¿A nosotros? ¿A mí? ¿Y por qué “otra vez”?

La bomba de la AMIA me volvió judía otra vez. No había elegido serlo antes, simplemente había nacido así. Pero entonces abracé voluntariamente la decisión. No podía huir del hecho que en el “nosotros” de mi mamá estaba incluida yo.

Y el “otra vez” era la Shoá. Aquel “otra vez” me indicó que era hija de sobrevivientes del Holocausto y que eso era también parte de mi identidad.

Esas palabras “nosotros” y “otra vez” fueron las encrucijadas de mi vida. Así, a los cincuenta años, decidí tomar un nuevo camino.

Comencé a buscar a otros hijos de sobrevivientes y los encontré. 

Fui a Marcha por la Vida en Polonia donde reencontré el polaco, mi primer idioma, junto con tradiciones y comidas que me eran familiares. 

Si el Holocausto no hubiera sucedido Polonia habría sido mi hogar. Habría sido como cualquier mujer polaca que veía caminando por la calle y jamás habría llegado a Buenos Aires. 

Fue un sentimiento abrumador.

Recorrer los sitios del Holocausto me conectó fuertemente con lo que estaba empezando a aprender.

Fui a la Fundación Memoria del Holocausto y me sumé más tarde al equipo que registró testimonios para la Fundación creada por Steven Spielberg.

Estos testigos eran los “Niños de la Shoá”, y algunos eran muy poco mayores que yo. 

Mis padres habían perdido a su primer hijo, Zenus, un hermano que nunca conocí. Fue entregado a una familia cristiana para que lo salvara mientras mis padres estaban escondidos pero no pudieron recuperarlo. No sabemos si sobrevivió o no. 

Podía ver a mi hermano perdido en cada uno de los “niños de la shoá” que habían testimoniado.



Escenarios y horizontes.

Durante los primeros años después de la guerra, la forma en que el Holocausto era mencionado no era como lo que había vivido en mi casa. Los héroes del gueto de Varsovia glorificados. Los horrores enfatizados todo el tiempo. La idea de que los sobrevivientes no podían recuperarse de los traumas vividos. 

Nada de esto coincidía con mis experiencias en la infancia ni con muchos sobrevivientes conocidos. 

Empezó mi búsqueda en libros que ofrecían nuevas perspectivas y me permitían reconstruir una narrativa diferente sobre la experiencia de los sobrevivientes, una que coincidiera con la mía, que luego intenté difundir lo más ampliamente que pude.

Unos años después, junto con otros sobrevivientes y sus hijos, fundamos Generaciones de la Shoá en Argentina y comenzamos con varios proyectos educativos.

Uno de esos proyectos fue los Cuadernos de la Shoá en donde planteamos, en cada número, temas marginalizados como los rescatadores, la experiencia de las mujeres y los niños, las búsquedas de salvación, la instalación y destrucción de los guetos, los campos de concentración, la progresión de los ataques, las diferentes maneras de supervivencia, los otros genocidios del siglo XX, los programas de exterminio, la deshumanización.

También creamos el Proyecto Aprendiz, un desesperado intento de mantener vivos los testimonios orales de los sobrevivientes para asegurar que una vez que no pudieran ya hablar habría alguien que podría continuar hablando en su lugar.

Y finalmente, en 2018, nos sumamos al Museo del Holocausto de Buenos Aires que creó una exhibición interactiva maravillosa. Desde allí continuamos nuestro trabajo con nuestros proyectos y la intención de crear nuevos.

Outline

  1. Introduction to key themes and tension [Refuge for Nazis like Eichmann; yet home to Holocaust survivors] - from the description of event for whoever is introducing us!

  2. Immigration and National Belonging [Natasha]

  3. This is context for what Natasha calls a “tenuous belonging” in her book

  4. Pre-Holocaust: History of Jewish belonging in Argentina (a “nation of immigrants” that also became home to the Semana Trágica (an urban “pogrom”) → revealing the tensions for Jews who were able to have religious institutions, create vibrant Yiddish press, theatre, etc., yet still grapple with antisemitism and questioning their belonging, often through violent means

  5. Argentina during WWII/first postwar years [Diana leads; then Natasha]

  6. Her experience and her families in immigrating to Argentina (and many others); Diana can speak to silence as well as the laws that put quotas on Jews immigrating to Argentina, forcing them to enter Argentina with falsified/forged documents

  7. Natasha can speak to how this manifested in the experience of her other interview subjects as well

    Diana: Argentina During and Shortly After WWII

For those who survived and found themselves still alive, the end of the war wasn’t a time for celebration or joy.

Europe was covered with the blood of their missing families, and they also faced the menace of a Cold War. They knew that they had to find another place to live. 

Yet, the sad result of the 1938 Wannsee conference—that no country would accept Jewish German or Austrian refugees—repeated itself at the end of the war. Survivors did not know where they could go. 

My parents, who had survived the war in Poland, and who had lost their first child, carried an infant around -me- as they, with many others, looked for a place that would welcome us.  The embassies and consulates had long lines with virtually no good news, and it didn’t take them long to realize that their Jewishness was the problem. 

So, they decided to say they were Catholics instead, as they were already well-versed in doing whatever it took to survive. That was how, with the help of a bribe, we obtained a visa to Paraguay. 

Paraguay? What an exotic word! Where was it? How would we get there? It turned out that we would need to cross the Atlantic Ocean to the port of Buenos Aires in Argentina, and, from there, to continue overland. 

Buenos Aires was promising because we knew that a large Jewish community had already been living there in peace since before the war; and so that became our destination. 

We arrived on a ship on the 4th of July, 1947 holding false documents that stated we were Catholics, but it wouldn’t be until 2005 that I would eventually discover why those falsifications had been necessary. 

Uki Goñi, a researcher studying the immigration of Nazis to Argentina and author of the book The Real Odessa, published an open letter demanding that what was called Directive 11 should be recognized and abolished. Thanks to his work, the Argentine government finally recognized, after decades of denial, that the secret Directive 11, enacted in July of 1938, prohibited ambassadors and consuls from providing visas to “undesirables''—i.e. Jews and Spanish Republicans. 

And Argentina was far from the only country that did this. Almost all Latin American countries had done it and the United States had extremely limited Jewish immigration then. 

When Directive 11 was finally recognized and abolished, 67 years after its enactment, I asked the Argentine government to rectify my immigration records to state Jewish rather than Catholic. I succeeded, pioneering the case for many other Jews in Argentina  who had to lie about their identity in order to be admitted in the years after the war. 

  1. Dictatorship years [Natasha leads; then Diana]

  2. speak of the experience of Jews during the 1976-1983 dictatorship and the antisemitism during those years

  3. Also the role of Jews in the human rights movement [including Rabbi Marshall Meyer]

  4. but then, some of the silences and tensions in the community [Diana can speak from the first person about this]

Diana: The Dictatorship

I remember my mother’s pride when we went to the first march for the Jewish Movement for Human Rights. Expressing our opposition to the dictatorship openly, on the street, as Jews, was more than we could have ever imagined. 

With tears in our eyes and mouths agape, my mother held my arm while looking upon the crowds willing to fight for human rights.  

Until that moment, we had lived in a sort of bubble, avoiding any kind of activity that could provoke an antisemitic attack [or put our lives in danger].  

One example was that in Spanish, we would call ourselves - “israelitas” (Israelites) instead of “judíos” (Jews), as if the term “Jewish” was offensive. In fact, it was during that march that I saw the word JEWISH, written on a big sign, publicly for the first time. 

However, we still didn’t have a good picture of what was going on. Not everyone was aware of the torture, inprisonments, and the “desaparecidos”, the murdered people whose bodies were never recovered.  

The silence that existed continued and became painful to realize as people began to learn what was truly going on. 

I remember being afraid of the military and the police, but for some unknown reason I did not make a direct connection between the authoritarianism of the military dictatorship and Nazism, despite what my parents had lived through in Poland. I know of other families who sent their children abroad because they did see parallels to the Shoah. 

As a result of having entered the country under false pretenses, and with the memory of Polish antisemitism still fresh in our minds, for much of my early years, we kept our Jewish identity private, almost as if it didn't exist. 

We were not religious and did not belong to any Jewish organizations. Our heritage manifested only in songs and a few traditions.    

But everything would change with the AMIA bombing. 

  1. 1994 AMIA Bombing [Diana leads, then, Natasha]

  2. Diana can speak of her experience of the attack, and how it resonated for in relation to her mother as a survivor; what it galvanized for her in terms of her own engagement with Holocaust memory with March of the Living, going back to Poland, and starting her work with the group Niños de la Shoá (Child Survivors of the Shoah) and later Generatiosn of the Shoah and the Holocaust Museum of Buenos Aires

  3. Natasha can provide additional context from her perspective as an ethnographer on the power of testimony and survivors/family members of victims’ voices in the efforts for justice and human rights, also reflecting on working with social movements like Memoria Activa and Diana’s groups and how this fits into context of other human rights/social justice movements; and her concept of “acts of repair” (from her book)

Diana. 1994 AMIA Bombing

On July 18th, 1994, that unforgettable day, my mother called me. She was crying as she asked my forgiveness for having brought me to Argentina. “I didn’t know”, she sobbed, “I thought that we would be safe here”. 

As her crying intensified, I asked “What happened, Mom?”. Her response changed my life, “The AMIA was bombed. They want to kill us again.” 

AMIA, the Argentine Jewish Mutual Aid Society, was the most important Jewish cultural center in Argentina. I had been there numerous times for conferences, concerts, and other activities.  It was an iconic place and a refuge in many ways.

But bombed? In downtown Buenos Aires? Why was she saying they want to kill us again? “Us”? Me? And why “again”?

The AMIA bombing made me a Jew once more. I was born Jewish, and did not make an active choice to be Jewish. But this time around it was a conscious and voluntary decision. I couldn’t run away from the fact that my mother’s “us” included me.  

And the “again” was the Shoah. That “again” taught me that I was a child of Holocaust survivors and that that was also a part of my identity. 

Those words,“us” and “again”, were turning points in my life.  And so, at fifty years old, I decided to forge a new path.  

I began searching for other children of Holocaust survivors, and found them. 
I went to the March of the Living in Poland, and there reencountered Polish—my first tongue—along with familiar traditions and foods.  

If the Holocaust had never happened, this would have been my home. I would have been just another Polish woman like all the others I saw walking on the street and would have never traveled to Buenos Aires. 

It was an overwhelming feeling.  

Traveling to Holocaust sites afforded me a strong connection to what I was beginning to learn about. 

I went to the Fundación Memoria del Holocausto, the Holocaust Museum of Buenos Aires, and joined the team collecting testimonies for Spielberg’s USC Shoah Foundation – The Institute for Visual History and Education (formerly known as Survivors of the Shoah Visual History Foundation). 

These witnesses were the “Shoah’s children”, and yet only a few years older than me. 

My parents had lost their first son, Zenus, the brother I never met. He was given to a Christian family to look after him while my parents were in hiding, and they were never able to get him back. We don’t know if he survived or not. 

However, I could see my lost brother in each one of those “children” who had given testimony.

  • Landscapes and Horizons [Diana and Natasha]

  • Diana can speak about the current landscape of Holocaust education and awareness from the museum’s perspective; their new work with Holocaust memory with the program “Proyecto Aprendiz” (Apprentice Project)

  • Natasha can speak about the landscape of justice - including new trials for dictatorship-era crimes along with ongoing impunity in AMIA case; also additional dilemmas related to reframing of dictatorship as a genocide and the nuances of the legacies of the concept of “Nunca Más” (never again) in relation to the dictatorship and Holocaust

Diana. Landscapes and Horizons

During the first years after the war, the way in which the Holocaust was typically discussed was not as I heard it at home. The “heroes of the Warsaw ghetto” would be glorified. The horrors would be highlighted over and over again. The assumption was that the survivors had been left with hopeless trauma.

None of this matched, however, with what I had experienced in my childhood nor with the many survivors I knew.  

So I sought out books from authors who offered new perspectives and began to reconstruct a different narrative of the survivors’ experience; a narrative that matched my own, which I then tried to spread as far and as wide as I could.

A few years later, together with several survivors and their children, we founded Generations of the Shoah in Argentina and started a handful of educational projects.

In one of those projects, Cuadernos de la Shoá, the Shoah Notebooks, we discuss in a number of volumes such marginalized topics as: the rescuers, women’s experiences, children’s experiences, their endeavor to find a safe haven, their forced removal to ghettos and concentration camps, progressions of antisemitic attacks, different ways in which they survived, other genocides of the 20th century, and other engineered programs of dehumanization.

We also created the Apprentice Project in a desperate attempt to keep the oral history of survivors alive; wanting to ensure that once they were no longer able to speak, there would be someone else who could continue to speak on their behalf. 

And finally, in 2018, we joined the Holocaust Museum of Buenos Aires, which created wonderful interactive exhibits and from where we continue to work on our projects and aiming to create new ones.

Testimonio Rudolf Hoess

El psiquiatra norteamericano León Goldensohn entrevistó en los primeros meses de 1946 a los nazis detenidos en espera de ser juzgados. Escribió un libro con fragmentos de sus diálogos con los criminales. De entre todos, el que más impresionante y revelador (por su lenguaje técnico desprovisto de emoción al hablar de exterminio, cadáveres y procedimientos) es el de Rudolf Höss, tomado en abril de 1946, parte del cual se transcribe a continuación.

La Gobernación General originalmente pensó en Auschwitz como campo de cuarentena para los polacos. En principio, los polacos irían a campos de concentración dentro del Reich y Auschwitz sería un lugar de cuarentena transitorio donde los prisioneros estarían unas semanas para ver si tenían enfermedades contagiosas como tifus o fiebres maculares.

El sitio exacto en el que estaba el campo era cerca de la ciudad de Auschwitz. Anteriormente había sido un complejo de cuarteles de artillería del ejército polaco. Me dieron la orden de que los internos tenían que cultivar los campos y cuidar las granjas colindantes. Era un trabajo duro porque el territorio que lo rodeaba se inundaba con frecuencia y era una tierra muy pobre.

Hasta 1918 Auschwitz fue parte de Austria y Silesia. Entonces pasó a ser polaca. Estaba en la frontera de Galitzia, a sesenta km de Cracovia, se consideraba integrante de la nueva provincia de Alta Silesia.

Yo llegué a Auschwitz en mayo de 1940 y llevé conmigo un grupo de 30 internos del campo de concentración de Sachsenhausen en el que yo había sido primer ayudante y luego comandante. Cuando llegué, en Auschwitz solo había un par de cuarteles vacíos.

Entonces empezaron a llegar internos polacos al campo de concentración que venían de los territorios de la Gobernación General y de otros territorios polacos. En aquella época, Auschwitz se convirtió en un campo para gente que había participado en el movimiento de resistencia polaco. El primer año se ejecutó a muy poca gente, solo a los que habían sido condenados a muerte por la Gestapo y por las unidades de la SS.

El campo estaba destrozado y yo supervisé la reconstrucción de las casas y los cuarteles y lo preparé para alojar a 20.000 internos pero en los primeros meses solo recibimos unos pocos.

En la primavera de 1941 Himmler vino en visita de inspección. Me ordenó ampliar el campo lo máximo posible y ordenó al administrador general del Partido, Fritz Bracht, que estaba presente y era el responsable de la zona, que pusiera a mi disposición todo el territorio que tenía unas 5.000 hectáreas. Ordenó que se construyeran grandes talleres en el propio campo, por ejemplo, talleres de carpintería y maquinarias.

Se me ordenó entonces que desecara las zonas pantanosas, que construyera explotaciones agrícolas modelo y que desarrollase la agricultura al máximo. Se me ordenó levantar un campo de prisioneros de guerra que pudiese alojar a 100.000 personas en Birkenau, un lugar a 3 km del campo original. La población de la zona que comprendía unos 7 pueblos, fue evacuada y enviada a la ciudad de Auschwitz. Todos los que pudieron ser empleados en fábricas o en el ferrocarril se quedaron en Auschwitz pero el resto, que eran sobre todo agricultores, se fueron a trabajar a la Gobernación General en otros lugares.

Los 100.000 prisioneros de guerra del campo de Birkenau nunca llegaron y posteriormente se descartó el proyecto.

En el verano de 1941 me llamaron a Berlín para que una reunión con Himmler. Me dio la orden de construir campos de exterminio. Le puedo casi decir las palabras de Himmler literalmente: “El Führer ha decretado la Solución Final para el problema judío. Nosotros, las SS, tenemos que ejecutar los planes. Es un trabajo duro, pero si no se lleva a cabo inmediatamente, en lugar de que nosotros exterminemos a los judíos, los judíos exterminarán a los alemanes en una fecha posterior”.

Esa fue la explicación de Himmler. A continuación me explicó por qué había seleccionado Auschwitz. Ya existían campos de exterminio en el este, pero no podían realizar una acción de exterminio a gran escala. Himmler no me podía dar un número exacto, pero me dijo que en su momento Eichmann se pondría en contacto conmigo y me diría algo más al respecto. Me mantendría informado sobre cómo se efectuaría el transporte y cuestiones similares.

Himmler me ordenó que enviase planes precisos de las ideas que se me ocurrieran para llevar a cabo el programa de exterminio en Auschwitz. Se suponía que yo inspeccionaría un campo en el este, llamado Treblinka para aprender de los errores que se cometían allí.

Unas semanas después, Eichmann me visitó en Auschwitz y me dijo que los primeros trenes de la Gobernación General y de Eslovaquia estaban al llegar. Añadió que esa acción no podía ser retrasada por ninguna circunstancia para que no surgiesen dificultades técnicas de ningún tipo porque había que mantener a toda costa los planes de transporte.

Mientras tanto yo había inspeccionado el campo de exterminio de Treblinka, situado cerca del río Bug, en el territorio de la Gobernación General. Treblinka consistía en unos pocos cuarteles y en una vía muerta de tren, que previamente había formado parte de una cantera. Yo inspeccioné las cámaras de exterminio que había allí. Esas cámaras eran de madera y cemento; cada una del tamaño de esta celda (unos 2,5 x 3,5 metros) pero el techo era más bajo que el de esta celda. A los lados de las cámaras de exterminio se situaban los motores encendidos de viejos tanques o de camiones y los gases que salían de los motores se dirigían a las celdas a través de los tubos de escape y así era cómo exterminaban a la gente.

-¿a cuánta gente a la vez?

No se lo podría decir exactamente pero calculé que en cada cámara se podían meter a unas 200 personas de una vez, se les empujaba adentro y quedaban los unos pegados a los otros.

-¿hombres, mujeres y niños?

Sí, pero se les llevaba por separado, es decir, los hombres eran exterminados en las mismas cámaras pero a intervalos distintos.

-Usted tiene esta celda para usted solo, 200 personas aquí estarían literalmente como sardinas en lata.

Sí, había que empujar la puerta para cerrarla bien y dentro se quedaban pegados, de pie.

-¿cuántas cámaras había en Treblinka?

Había 10, cada una construida con cubierta con planchas de metal. Las autoridades de Treblinka dejaban durante una hora a las personas adentro con los motores en marcha y a continuación abrían las puertas. Para entonces todos estaban muertos. En realidad no sé cuánto tardaba el gas en matarlos.

-¿Cómo sacaban los cuerpos?

Los sacaban los otros internos. Al principio los metían en fosas comunes en las canteras, más tarde, cuando yo fui, acababan de empezar a quemar los cadáveres en las canteras, a cielo abierto o en zanjas y también habían empezado a abrir las fosas comunes y a quemar los cuerpos que habían sido enterrados.

-¿Cuánto estuvo en Treblinka?

Solo unas pocas horas, después volví a Auschwitz.

Entonces fue cuando empezaron a llegar los primeros trenes a Auschwitz. Había convertido en cámaras de gas dos granjas viejas que quedaban algo apartadas del campo. Quité los muros que separaban las habitaciones y los que daban al exterior y los recubrí de hormigón para que no hubiera escapes. El primer transporte de la Gobernación General llegó allí. Se les mató con el gas Zyklon-B.

-¿Cuánta gente era exterminada a la vez en cada una de las granjas?

Höss miró al suelo, pensando durante un momento. Levantó su mirada y después e unos 30 segundos de silencio dijo:

En cada granja se podía gasear a la vez entre 1.800 y 2.000 personas. Las 2 granjas estaban separadas por una distancia de 600 metros. Estaban completamente cerradas al exterior por árboles y tapias.

-¿Con qué frecuencia se utilizaban?

Ocurría así: los trenes no llegaban al principio a diario, aunque a veces llegaban dos o tres trenes al día. Cada tren traía a unas 2.000 personas pero había periodos de entre 3 y 6 semanas en los que no llegaban transportes.

-¿Cuánto tiempo permanecían las personas en Auschwitz?

Nada, Una vía muerta llegaba hasta Birkenau y allí se vaciaban los trenes y se hacía la selección. Se separaba a los que podían trabajar de los que no podían.

-¿Qué criterio de selección se utilizaba?

Bueno, teníamos dos médicos de la SS. Las personas simplemente pasaban por delante y los médicos juzgaban en función de su aspecto, edad y fortaleza física.

-De un tren de aproximadamente 2.000 personas, ¿cuántas se salvaban para trabajar?

En todos esos años yo creo que alrededor de 20 ó 30% valían para trabajar.

-Y entonces, ¿qué pasaba?

Los que no valían se iban hacia las granjas que estaban a cerca de 1 km. Una vez allí se les hacía desnudarse. Al principio era al aire libre, habíamos colocado unas vallas de paja y de ramas para evitar que los vieran los mirones. Pero después construimos cobertizos. Pusimos carteles grandes que decían “A la desinfección” o “Baños”. Era para que la gente creyera que solo iban a darse un baño o a ser desinfectados y así no tener dificultades técnicas en el proceso de exterminio.

Los internos que usábamos como intérpretes y como ayudantes en general les decían que tenían que tener cuidado con su ropa, que la dejasen en el suelo bien doblada par poder encontrarla cuando salieran del baño o de la desinfección. Esos internos ayudaban a que la gente se calmase contestando a sus preguntas de  una manera tranquilizadora y diciéndoles que en esas casas solo se iban a bañar.

Entonces se llevaba a la gente a las cámaras y los internos que les acompañaban entraban con ellos a las cámaras de exterminio para que estuviesen tranquilos al ver que los ayudantes entraban con ellos. Se hacía de tal modo que todas las cámaras se llenaban de gente a la vez. En el último momento cuando las cámaras estaban llenas, los internos que trabajaban para nosotros se escabullían, se cerraban las puertas herméticamente y se lanzaba el gas Zyklon-B a través de unas pequeñas aberturas.

-¿Se producían escenas de pánico entre la gente?

-Sí, a veces, pero en general, todo iba sobre ruedas, cada vez mejor conforme iba pasando el tiempo. Se exterminaba a los hombres en cámaras separadas y a las mujeres y niños juntos en la misma.

-¿cómo distinguían las edades de los niños?

-no le puedo decir, juzgábamos por el aspecto, algunos parecen adultos a los 15 años y otros a los 17. Sobre todo juzgábamos por la estatura.

-¿dice usted que los que no valían para trabajar eran ejecutados?

No exactamente, pero se puede considerar que la mayoría de los ejecutados no eran válidos para trabajar.

-¿por qué?

Los médicos que inspeccionaban a la gente vestida cuando salían de los trenes, también estaban presentes cuando se desnudaban antes del exterminio y a menudo comprobaban que la rápida selección que habían hecho antes había sido correcta porque, con pocas excepciones, las personas que habían seleccionado para el exterminio no podrían trabajar demasiado.

-no lo entiendo. ¿Dice usted que los médicos que hacían la selección estaban sentados en la vía muerta y que la gente pasaba delante de ellos completamente vestida?

Sí, pero lo que quiero decir es que los médicos también estaban presentes después, en el momento en que se desnudaban, justo al lado de las cámaras de gas, al aire libre y veían que su selección generalmente había sido muy precisa.

-¿cuánto tiempo tardaba el Zyklon-B en hacer efecto?

Después de todas las observaciones hechas a lo largo de estos años, creo que dependía del tiempo, del viento, de la temperatura, la efectividad del gas no era siempre la misma. Normalmente tardaba de 3 a 15 minutos en aniquilar a toda la gente, es decir, en que no quedasen signos de vida. En las granjas no teníamos mirillas y, a veces, al abrir las puertas después de pasar un considerable periodo de tiempo, todavía había signos de vida. Más tarde, en los crematorios y en las cámaras de gas de nueva construcción, diseñados por mí, teníamos mirillas y podíamos tener la certeza de que todas esas personas estaban muertas.

A la media hora, se abrían las puertas de las granjas. Había dos puertas, una en cada punta y se aireaba la habitación. Los trabajadores llevaban caretas antigás y arrastraban los cadáveres afuera de las habitaciones y, al principio. Los colocaban en fosas comunes.

Pensé que los crematorios podrían construirse muy rápidamente y lo que quería era quemar los cuerpos en fosas comunes en el crematorio, pero cuando vi que el crematorio no se podía construir tan pronto porque el número de los que llegaban para ser exterminados aumentaba sin cesar, empezamos a quemar los cuerpos en fosas comunes al aire libre como en Treblinka. Alternábamos capas de madera con capas de cadáveres. Para prender la pira usábamos un fardo de paja empapado en gasolina. Generalmente empezábamos a quemar la pira cuando tenía 5 capas de madera y 5 de cadáveres. Cuando el fuego estaba en su apogeo, se podían lanzar sin más a la pira los cadáveres frescos que llegaban de las cámaras de gas y se quemaban por sí solos.

En 1942 se terminaron unos crematorios más apropiados y el proceso en conjunto se pudo empezar a hacer en las nuevas edificaciones. Se construyeron nuevas vías de tren que llegaban hasta los crematorios. Se seleccionaba a la gente como antes, con la excepción de que los que no valían para trabajar iban al crematorio en lugar de marchar a las granjas. Era un edificio grande y moderno; había habitaciones para que se desnudasen y las cámaras de gas estaban en el sótano y el crematorio estaba más arriba, pero todo en el mismo edificio. Había 4 cámaras de gas en los sótanos; 2 muy grandes en las que cabían 2.000 personas y 2 más pequeñas que podían acoger a 1.600 personas. Las cámaras de gas se construyeron como una instalación de duchas, con las propias duchas, las tuberías de agua, algunos detalles de fontanería y un moderno sistema de ventilación eléctrica, de modo que después del gaseado la habitación podía ser ventilada mediante los aparatos de ventilación. Los cadáveres eran transportados al crematorio, que estaba encima, mediante montacargas. Había 5 hornos dobles.

En 24 horas se podía incinerar a 2.000 personas en los 5 hornos. Normalmente, conseguíamos incinerar solo a 1.800 cuerpos, o sea que siempre íbamos con retraso en la cremación porque como puede ver era mucho más fácil exterminar mediante gas que incinerar, que llevaba mucho más tiempo y más trabajo.

En la época culminante del proceso llegaban diariamente 2 ó 3 trenes, cada uno de ellos con alrededor de 2.000 personas. Esos fueron los tiempos más duros porque había que exterminarlos inmediatamente y las instalaciones para la incineración, incluso con los nuevos crematorios, no podían mantener el ritmo del exterminio.

-¿a cuántos mataron de ese modo?

No le puedo dar un número exacto. Las evidencias fueron destruidas. No había registros ni nombres de los que eran exterminados directamente e incluso se hacía un cálculo aproximado de los número. Sobre los últimos meses Eichmann tuvo que enviar un informe a Himmler y antes de ir a verlo me dijo que solo en Auschwitz se había gaseado a 2.500.000 de personas. Pero es totalmente imposible saber la cifra exacta.

-los que iban a trabajar eran exterminados más tarde?

No, solo los que morían de muerte natural, de enfermedades por ejemplo. Había epidemias de tifus constantemente debido a las masas de gente que había en el campo y a la falta de instalaciones de saneamiento que no se podían construir tan rápido como llegaba la gente. Calculo que alrededor de medio millón de personas murieron por epidemias.

-¿cuánta gente pasó por Auschwitz?

Es imposible saberlo. No tengo ni idea. Sé que en los años 1943 y 1944 tuvimos 144.000 internos trabajando en el campo. La mayoría de los que llegaban y no podían trabajar se los llevaban fuera de Auschwitz y no sé lo que era de ellos.

-he oído decir que se sacaban los dientes de oro de las personas exterminadas.

Sí, desde principios de 1942 se recibieron órdenes de instancias superiores de extraer todos los dientes de oro una vez que se sacaban los cuerpos de las cámaras de gas para enviarlos al departamento de Finanzas. Creo que desde allí se enviaban al tesorero.

-¿quién extraía los dientes de los muertos?

Los internos, en su mayoría dentistas que trabajaban allí. Normalmente siempre salvábamos de las cámaras de gas a los médicos, dentistas y enfermeras para utilizarlos en puestos técnicos.

-¿ cuántos alemanes trabajaban en Auschwitz?

En 1943, alrededor de diciembre cuando me fui, había 3.500 guardianes y alrededor 500 hombres como personal administrativo, incluidos los que supervisaban la sección de agricultura, laboratorios, cámaras de gas, crematorios, etc.

-¿cómo podían desconocer los alemanes lo que pasaba si solo en Auschwitz trabajaban 4.000 personas?

No le puedo contestar a eso porque no cabe duda de que entre muchos sectores de gente se sabía de sobra, pero se tomaron muchas precauciones. Por ejemplo, no salía en los periódicos; siempre usábamos al mismo personal para realizar el transporte; y casi todos los que trabajaban en Auschwitz tenían que hacer una declaración jurada de que no hablarían.

-en su opinión ¿usted es un sádico?

No, nunca le pegué a un interno en todo el tiempo que comandante. Cada vez que supe que un guardián era culpable de tratar con dureza a alguno de los internos intenté cambiarlo por otro.

-¿quién inventó las cámaras de gas?

Surgieron como consecuencia de la propia situación. Los tribunales traían a mucha gente que había que fusilar. Siempre estuve en contra de usar a los mismos hombres como pelotón de fusilamiento una y otra vez. En aquel período, mi jefe de campo, Karl Fritzsch, vino un día y me preguntó que por qué no intentaba ejecutar a la gente con el gas Zyklon-B. Hasta entonces se usaba solamente para desinfectar los barracones que estaban llenos de insectos, de pulgas, etc. Lo intenté con gente que estaba condenada a muerte en sus propias celdas y así es como surgió. Yo no quería más fusilamientos y en su lugar utilizamos las cámaras de gas.

-¿cuántos campos de concentración en Alemania o fuera de ella tenían cámaras de gas?

Mauthausen, Dachau, Auschwitz y en el este Treblinka. En Rusia usaban vagones de gas.

-¿y en Majdanek?

Tenían cámaras de gas temporales, pero ese campo estaba bajo el mandado de la Policía de Seguridad, de los Einsatzkommando y de la Policía de Seguridad. En Lublin había un campo de concentración que estaba bajo nuestra supervisión pero no era un campo de exterminio. Majdanek estaba cerca de la ciudad de Lublin y allí había un campo de exterminio bajo las órdenes del teniente general Globocnik que era el jefe político y de la SS de Lublin.

 

Rudolf Höss (o Hoess) fue sentenciado a muerte por el tribunal y colgado un año después de estas entrevistas, el 7 de abril de 1947.

Tomado de "Las entrevistas de Nurenberg" de León Goldensohn. Taurus Historia 2008.

 

 

HABLAR O CALLAR. TRAUMAS INDIVIDUALES Y TRAUMAS COLECTIVOS

(Nueva versión. Presentada para el XII Congreso Internacional de Stress Traumático y Trastornos de Ansiedad y I Congreso de la Sociedad Latinoamericana de Psicotrauma - 29 junio 2011)

Abstract: Revisión del concepto de trauma en la diferenciación entre traumas individuales y traumas colectivos. En este sentido, se propone reflexionar acerca de los distintos componentes, en ambos casos, y sus consecuencias en la subjetividad y en la sociedad. El silencio, en un caso, y el silencio, en el otro, asumen dos características diferentes para la evaluación diagnóstica y terapéutica. La autora es Presidenta de Generaciones de la Shoá en Argentina y su ponencia parte de la experiencia adquirida con los sobrevivientes del Holocausto y su silencio durante décadas, que hoy evalúa, no sólo como saludable, sino también como estructurador de la posibilidad de seguir viviendo.

INTRODUCCIÓN. Como prólogo de la dictadura militar de 1976-83, en los años de la Triple A durante el gobierno de Estela Martínez de Perón, hubo una campaña para reducir los ruidos molestos en la ciudad de Buenos Aires. Spots televisivos sobre “El silencio es salud” culminaron con el obelisco rodeado por un enorme cartel con la mencionada frase. Para quienes lo hemos vivido, nos habla del acallamiento de la oposición, el avasallamiento de los DDHH y la indiferencia de los bien pensantes. Un cartel amenazante con implicancias oscuras: ¿Qué le pasaría a quien hablara? ¿Cuáles serían las consecuencias? Mejor callar. Por las dudas. Como todo publicista sabe, una campaña debe basarse en algún sustrato de verdad para lograr el efecto buscado. Y esta sencilla frase publicitaria, “el silencio es salud” contiene una porción de verdad. Además del beneficio de callar ante un estado peligroso, existe una relación más honda entre algunos silencios y la salud.  No me refiero a los silencios ante injusticias o ataques a los DDHH, sino a otros silencios, a los silencios de las víctimas, al silencio de los sobrevivientes. Aprendí que para todos ellos, el silencio, lejos de ser una conducta patológica o insana, fue condición de preservación y continuación de la vida.

Es un hecho observable que, después de genocidios o traumas colectivos (en nuestro país la guerra de Malvinas, Dictadura), los sobrevivientes y los directamente implicados quedan  sumidos, a poco de terminado el hecho, en un hondo silencio. Pensado como un silencio común y, ante la idea de que superarlo sería beneficioso, se lo juzgó negativamente visto como malsano. Se traspolaba lo que se conocía de la esfera individual a la colectiva, sin advertir que se trataba de fenómenos diferentes que afectaban cosas diferentes. Se tomó el silencio de los sobrevivientes de hechos colectivos como patológico, atribuyéndole las características de negación, represión y ocultamiento. En el caso de los sobrevivientes de la Shoá, se describió un supuesto síndrome del sobreviviente[1] que los describía como “locos de la guerra”. Pasados unos años, luego de que los sobrevivientes comenzaron a hablar, observamos que, bien lejos de la locura, su silencio había sido estructurador de la posibilidad de vivir.

Dice la psicoanalista francesa Rachel Rosenblum[2] que “los sobrevivientes que hablan corren, a veces, un riesgo mayor que los que callan. Contar su historia puede producir efectos y consecuencias somáticas y psíquicas muy graves, puede evocar lo que los hace ponerse en contacto, otra vez, con la vergüenza y el terror”…. “Las técnicas de negación y distanciamiento  son muy útiles cuando se trata de operar en una cripta”. Los peligros de hablar, de desencriptar lo tan sabiamente ocultado, “producen consecuencias que pueden ser muy serias”. Nos recuerda Rosenblum, en consecuencia, que se trata de mecanismos de defensa y que el quebrarlos, tal vez, comporte el peligro de quebrar la estructura psíquica del individuo en cuestión. Pero sabemos que, en algunas situaciones, poner palabras a la situación traumática vivida es lo que impide el efecto tóxico deletéreo. ¿Cómo comprender estas otras situaciones, en las que a las víctimas se envenenan si hablan?

La definición del DSM-IV respecto a traumas o síndrome de  SPT se refiere a una persona individual y los efectos en la misma, independientemente de si el trauma vivido fue en un contexto individual o colectivo. La actual ponencia se refiere a la distinción en cuanto al origen de la situación traumática y a su contexto. El silencio de las víctimas tiene distinta calidad según sea su origen, responde a leyes y conductas diferentes. Los sucesos de la esfera colectiva son de otro orden lógico a lo individual, siguen otras leyes y afectan cosas diferentes. Diferenciemos, entonces, el trauma individual del trauma colectivo.

Trauma individual. El ataque o trauma individual sucede entre dos personas (por ejemplo una violación, secuestro, robo). El atacante puede ser un delincuente, un enfermo, un enemigo, su conducta es individual, está determinada por una emoción, es algo que alguien le hace a alguien, está en la esfera de lo operable y comprensible de las relaciones interpersonales. Sucede de a dos, hay un perpetrador que tiene un objetivo personal sobre el atacado; genera en la víctima culpa, vergüenza, humillación, impotencia e ira, sentimientos que deben ser comprendidos,  aceptados y resignificados. En la medida en que es puesto rápidamente en palabras, permite su operatividad y reduce el efecto tóxico de su silenciamiento. Cuanto más tiempo se mantenga en silencio, más hondo quedará anclado con un peso aplastante y menos permitirá su des-traumatización. Exige una técnica de abordaje en la que la palabra es central: nombrar permite conceptualizar, reconocer, distinguir, pensar y reacomodar. Callar amenaza con comprometer la subjetividad toda, hundiendo a la persona en la victimización, sin permitirle emerger y seguir su camino. Encararlo es crucial y cuanto más pronto se haga, mejores serán el pronóstico y la recuperación.  

Trauma colectivo. No se trata de una situación de a dos, aún cuando implique a veces a dos personas. El atacante no obra preso de una emoción ni por una cuestión personal sino obedeciendo órdenes, es una herramienta de una entidad superior, por ejemplo un Estado. Compromete a la sociedad toda, fragmenta las bases de lo que está bien, cambia las expectativas y reglas de la vida. El atacado es definido como enemigo social, pertenece a un grupo tomado como blanco por un Estado o estructura para-estatal; el ataque se define y justifica de manera colectiva. El ataque no es una decisión particular del perpetrador sino que proviene del Estado, lo que hunde a la víctima en el  azoramiento, le impide comprender y desarma sus estructuras lógicas. Cuando es el mismo Estado en cuyo seno se desarrollaba su vida quien lo ataca, el individuo queda fuera de las estructuras sociales que lo definían como ciudadano y persona. Pierde su condición de sujeto a derecho y se vuelve, como dice Agamben ([3]), sujeto de nuda vida. Los parámetros de la educación se vuelven otros: perseguirlo, torturarlo y matarlo se vuelven buenas acciones, premiadas por la superioridad. Se subvierte lo que cualquier religión predica- hacer el Bien- y se inviste al Mal de una cualidad deseada y aplaudida. Los que eran amigos se vuelven enemigos, lo que estaba bien está mal, lo que estaba mal está bien. Si alguien ayudaba a un judío en Polonia durante la ocupación nazi, si alguien le daba refugio, le proporcionaba un salvoconducto, le daba tan solo una papa que le permitiera vivir un día más y era descubierto, se mataba a toda su familia y luego se mataba al ayudador, rompiendo los lazos de solidaridad y humanidad. Hacer el bien, ser solidario estaba prohibido, estaba mal. La denuncia, la delación, la tortura, el engaño promovidos, alentados y premiados por el Estado y la prisión sin causa, el asesinato programado y realizado por el aparato gubernamental, le quita a uno el piso sobre el que está parado, la confianza básica sobre la que se sustenta la vida en sociedad. Hace falta tiempo para que, desde lo colectivo, se asuma este quiebre en su base. Después de la 2a Guerra Mundial, los fenómenos de masacres colectivas han sido tema de investigación de las ciencias sociales y los datos son coincidentes: sea donde fuere que el hecho hubiera sucedido la mayoría de los sobrevivientes comparten esta condición de silencio. No durante los primeros meses, ni siquiera durante los primeros años. Durante décadas. En los sobrevivientes sudafricanos, los de la masacre de Ruanda, los de la guerra de Argelia, los Hereros, los de las limpiezas étnicas en los Balcanes, los de Guatemala, los de Timor Oriental y Camboya, los de Malvinas y los de la dictadura argentina y la chilena, la uruguaya, la brasilera, los sobrevivientes del genocidio armenio, los sobrevivientes de la Shoá, todos han mantenido un silencio parecido.  

Callar asume acá otro énfasis y se revela como necesario para la recuperación del sentido. La socióloga Dominique Frischer lo llama silencio estructurante[4] porque, dice ella, es el que ha permitido la continuación de la vida. Recién cuando el sobreviviente siente que el pasado ha quedado atrás, cuando los pasos dados a posteriori lo tranquilizan porque todo ha seguido bien, es cuando, paradójicamente, puede ponerse en contacto con lo vivido, abrir el archivo cerrado, mirar hacia atrás y comenzar a hablar. Callar le ha permitido vivir[5].

Victimización y palabra. No todos permanecen en silencio. Algunas víctimas de genocidios o traumas colectivos, han hablado profusamente. En general, en los días inmediatos a la finalización del hecho genocida, manifiestan una fuerte determinación a compartir lo vivido, a recibir la contención luego del ataque sufrido y a resignificar de manera comunitaria su experiencia. Pero esto dura poco tiempo y la mayoría comienza el proceso de repliegue y silencio. Es curioso que aquellos que han hablado enseguida y han continuado haciéndolo – al revés que las víctimas de ataques individuales- se han instalado, muchas veces, en un lugar de victimización del que no han podido salir. Pensemos en los suicidios de algunos sobrevivientes a poco de haber terminado la situación de ataque y luego de años de intentar hablar sobre ello y recibir respuestas desinteresadas que los han arrojado en una angustiante soledad. Tan solo a título de ejemplos y por tomar a los más ilustres:  Primo Levi, prisionero en Auschwitz (su primer libro “Si esto es un hombre”), se quitó la vida a los 68 años, en 1987; Bruno Bettelheim, prisionero en Buchenwald y Dachau (escribió “Sobrevivir”), se suicidó en 1990, a los 87 años, víctima de una depresión;  Georges Pérec, niño de la Shoá que quedó huérfano (escribió,  entre otros, “La desaparición” una novela en la que prescinde de la letra e), se mató en 1982 a los 46 años; Jean Améry, nacido en Viena como Hanns Chaim Mayer, autor del clásico “Ante los límites de la mente: Contemplaciones de un sobreviviente de Auschwitz y sus realidades”, fue prisionero en Auschwitz, Buchenwald, Bergen-Belsen, se suicidó a los 66 años en 1978; Arthur Koestler, prisionero del campo de Vernet d´Ariège,  húngaro, se suicidó en 1983 a los 78 años en Inglaterra; Paul Celan, nacido como Paul Pésaj Antschel en Rumania, estuvo recluido en un campo de trabajo en Moldavia, se suicidó a los 50 años en Paris en 1970. Jorge Semprún, quien no se ha suicidado, lo dijo claramente: “tuve que elegir, o la escritura o la vida, elegí la vida” y calló durante varias décadas hasta que pudo abrir la cripta y enfrentar a sus fantasmas. Los que tenemos contacto con sobrevivientes de genocidios o traumas colectivos, tenemos muchos ejemplos, en la clínica, acerca de las consecuencias que implica el forzar a alguien a abrir la cripta de sus memorias más vergonzosas y humillantes. Sólo cuando llega el momento preciso, sólo cuando la vida, luego de varias décadas, les prueba que la confianza puede ser puesta a prueba nuevamente, es cuando pueden hablar.

Victima y victimización. Es importante diferenciar ser víctima de elegir la victimización. Esta última condición sumerge al individuo en el hecho del que fue objeto centralizado como eje de su identidad, sostenido así, alimentado y mantenido vivo. La victimización puede ser elegida tanto por sobrevivientes de traumas individuales como de traumas colectivos. Pero, las víctimas de ataques individuales que no pueden hablar enseguida, se hunden en la victimización. Las víctimas de ataques colectivos se hunden en la victimización si hablan enseguida. Cuando sienten la necesidad perentoria de hablar y lo hacen, en sus casas, el tema se vuelve recurrente y  agobiante, cubre a los hijos con mensajes de resentimiento y las relaciones intrafamiliares se ven, usualmente, teñidas de culpa, ira e irritación, los hijos no quieren escuchar la cantinela constante de los ataques de los que han sido víctimas sus padres, lo cual les produce intensas contradicciones tanto por no querer escuchar como por sentirse mal porque su propia vida los tuvo fuera de peligro alguno. Los que hablaron demasiado pronto lo hicieron desde la definición de víctimas, subrayándola, buscando un reconocimiento que aún la sociedad no estaba en condiciones de dar, no había aún los dispositivos receptivos y resignificadores necesarios. El hablar con insistencia no sólo no producía alivio ni posibilidad de operar con el trauma sino tampoco de resignificación alguna. A diferencia de lo que ocurre con el sobreviviente de un ataque individual, los hunde más en la victimización, victimización que se vuelve un eje principal de identidad y los sume en cierto grado de penuria pegajosa y constante que entorpece sus vidas a cada paso.

No siempre es malo callar. Pero la gran mayoría, afortunadamente, permaneció en silencio. Siendo como soy hija de sobrevivientes de la Shoá, al comenzar mi camino de inmersión y reflexión, lo primero que me pregunté fue por las razones del silencio. En la primera edición de “El silencio de los aparecidos”[6] en 1987, sorprendida, confusa y dolorida por el silencio en el que había crecido, encontré seis razones para el mismo. Entendía y leía el silencio como una carencia, una falta de mis padres que caía sobre mí y que necesitaba entender y perdonar. Consideraba, como todos, al silencio como una condición negativa y, por ello, me era esencial comprenderlo y de-construirlo. En aquel momento propuse que (en un apretado resumen):

1) La sociedad de pos-guerra no quería escuchar. El mundo emergente de este negro episodio, en el que murieron más de 50 millones de personas, estaba abocado a su reconstrucción; no había espacio ni posibilidad de sumirse en la desesperanza que implicaba conocer lo que, del mundo decían los relatos de los testigos. Los sobrevivientes eran mirados además con una sospecha acusatoria: ¿qué hicieron para sobrevivir? ¿cómo responder a esta sospecha sin, al mismo tiempo, derrumbarse en el intento?

2) No existían las palabras. Palabras como amor parental debían ser redefinidas cuando, por amor, se entendía el entregar a un hijo a desconocidos y así tal vez salvarlo. Robar, matar, mentir, eran acciones que permitían seguir viviendo, cambiaban de signo y valor. Vida y muerte, vivir y sobrevivir, morir y ser gaseado, todas palabras que asumían sentidos nuevos, a veces imposibles de hacer compatibles con la vida “normal”. Como bien dice Primo Levi en su conocido poema, incluido en “Si esto es un hombre“: Los que vivís seguros / En vuestras casas caldeadas / Los que os encontráis, al volver por la tarde, / La comida caliente y los rostros amigos: / Considerad si es un hombre / Quien trabaja en el fango / Quien no conoce la paz / Quien lucha por la mitad de un panecillo / Quien muere por un sí o por un no. / Considerad si es una mujer / Quien no tiene cabellos ni nombre /  Ni fuerzas para recordarlo / Vacía la mirada y frío el regazo / Como una rana invernal / Pensad que esto ha sucedido: / Os encomiendo estas palabras. / Grabadlas en vuestros corazones / Al estar en casa, al ir por la calle, / Al acostaros, al levantaros; / Repetídselas a vuestros hijos. / O que vuestra casa se derrumbe, / La enfermedad os imposibilite, / Vuestros descendientes os vuelvan el rostro.

3) Varias categorías de sufrimiento. Los sobrevivientes, igual que el resto de las personas, necesitan pensarse dentro de categorías que los ubiquen dónde, cuánto, qué. Las categorías fueron cambiando a lo largo del tiempo, pero en las postrimerías de la 2a Guerra Mundial había unas pocas: los asesinados y los sobrevivientes; los primeros eran vistos como inocentes per se y los segundos eran sospechados de traición o complicidad. De entre los sobrevivientes, según de qué lado del alambrado habían estado, los que fueron prisioneros de campos de concentración eran los sobrevivientes patognomónicos. Los otros, los que habían huido a la Unión Soviética o a otras partes, los que habían sobrevivido cambiando su identidad, los que habían estado escondidos en bunkers, altillos, sótanos, los que habían deambulado en bosques a la intemperie, todos estos, no eran vistos como víctimas sobrevivientes. Eran, sin embargo la absoluta mayoría de sobrevivientes y, dado que no habían estado en campos, no tenían una historia reconocida como horrorosa para contar ni tenían un relato heroico del que sentirse orgullosos, no sentían el derecho a ser reconocidos en la misma categoría. La acusación de colaboración pesaba de manera sangrienta sobre todos ellos.

4) No querían herir a sus hijos. Esto es fácilmente comprensible porque ningún padre quiere contarles a sus hijos relatos de dolores o sufrimientos que pudieran hacerles daño o sumirlos en alguna penuria no deseada. Lo mismo pasa con los sobrevivientes de los genocidios que, además de las otras razones, quieren construir familias lo más libres posible de las pestilencias del pasado con la idea de librar a los hijos de sus memorias envenenadas.

5) La confusión ante el quiebre de la continuidad: el “bache”. La Shoá, igual que cualquier otro genocidio, es un ataque sorpresivo a la confianza en la previsión y continuidad normal de la vida. Se cae en una especie de “bache” que no se había advertido antes. La caída es feroz por lo imprevisible y porque no tiene una fecha de terminación, se siente y se vive como infinita y sin salida, corroe las bases que sustentan la credibilidad en una sociedad contenedora y posibilitadora de la vida. La salida del “bache” es igualmente imprevisible, sorprendente y confusa. Los sobrevivientes observan que el mundo ha continuado sin ellos y deben adaptarse rápidamente a los cambios, a la gente que ha seguido viviendo su vida normal, y confundirse entre ellos, tratando de ser como ellos, dejando el oscuro “bache” en algún lugar de la memoria para ocuparse de ello más adelante, cuando se pueda, cuando el reintegro a la vida normal, junto con los demás, haga posible mirar nuevamente hacia atrás.

6) Las distintas memorias. Lawrence Langer investigó testimonios orales de sobrevivientes6 y distinguió cinco memorias que corresponden a cinco formas de manifestación del self. Su descripción me permitió visualizar algunos aspectos de las memorias de los sobrevivientes y sus hondas consecuencias.

a) la memoria profunda, conduce al self sepultado. Sigue viviendo allá y entonces pero, simultáneamente, acá y ahora. Cuando parece que recuerda, en realidad vuelve a vivir, habla en presente. “Un efecto de la memoria común, con su decir acerca de la normalidad en medio del caos, es para mediar la atrocidad, reasegurarnos que, a pesar de la ordalía, algunos lazos humanos eran inviolables. Por ejemplo, el tema recurrente en los testimonios orales de la mutualidad que sostenía a las hermanas que pasaron juntas la experiencia del campo. La memoria común apela a la unidad familiar como un valor nutricio en momentos oscuros -y no hay razón para contradecirlo. Pero, simultáneamente, la memoria profunda, a menudo en el mismo testimonio, se sumerge debajo de la superficie narrativa para excavar episodios que corroen la comodidad de la memoria común. El recuerdo y el registro de lo sucedido opera en varios niveles y deja la atrocidad y el orden en una suspensión permanente y disruptiva”. Relata, a continuación, la situación de dos hermanas, adolescentes, que estuvieron escondidas, un año y medio, en un pozo en el granero de una granja, un pozo de menos de un metro de diámetro, “con ratas que mordisqueaban nuestros pies”. Un día vino a verlas un hermano que luchaba en los bosques con los partisanos, les dio un arma y les dijo que si llegaban a venir los alemanes que no se entregaran vivas, que una debía matar a la otra y después suicidarse. Celia, la que está brindando el testimonio, dice: “... escuché venir al granjero que dijo: ‘rápido, alemanes, quédense tan quietas como puedan’. Estábamos en ese pequeño agujero. No sé qué pasó. Empezó a entrar agua, mucha agua. No teníamos aire para respirar y el agua nos cubría, hasta la barbilla. No sé cuánto tiempo estuvimos allí, tres días, cuatro días, cinco días, no sé. Y después escuchamos pasos sobre nosotras. Entonces le dije a mi hermana: ‘vos me matás ahora, y después te matás vos’. Dijo: ‘no, sos la mayor. Vos me tenés que matar a mí’. Dije: ‘no, sos la menor, vos me vas a matar a mi’ y ella ya me estaba apuntando con la pistola porque se oía hablar alemán y ruido de pasos. Era que se estaban retirando, dejando el granero y el granjero golpeó tres veces y supimos que estábamos a salvo”. Y  las dos hermanas, habiendo suspendido temporariamente la solidaridad fraternal, ¿con qué quedaron? ¿Con un sentimiento de alivio? ¿Con un terror perecedero? ¿Con estupefacción al ver como el sujeto de su diálogo se hundía? Si ya no podemos hablar de mutuo sostén, ¿de qué podemos hablar aquí? ¿Cómo definir al hermano ‘protector’ que sanciona el pacto de asesinato y suicidio?” Éstas son preguntas que no pueden ser respondidas desde la moral común. Celia las sepultó en la zona más profunda de su olvido, incapaz de responder ante tamaña subversión de lo que estaba bien y lo que estaba mal.

b) la memoria angustiada, conduce al self dividido, enunciada por el subjuntivo condicional: si yo hubiera hecho tal cosa, si yo no hubiera hecho tal cosa. No hay alivio ni respuestas. Desde el presente se enjuicia permanentemente al pasado en una identificación con aquellos que sucumbieron y la constante revisión acerca de las propias responsabilidades. La memoria angustiada aprisiona a la conciencia en lugar de liberarla. El impacto de la memoria angustiada deriva del hecho que el testimoniante no puede identificarse con quien fue; su pasado y su presente parecen ir por senderos paralelos, se divide su self. Zoltan por ejemplo, entra en un diálogo consigo mismo acerca de este tema, y desarrolla un patrón de conducta mediante el cual mira atrás y se escucha a sí mismo. Distingue entre el ‘yo’ que ‘hace’ y el ‘yo’ que ‘es hecho’ pero no los puede conciliar. Al describir las redadas para la deportación a Auschwitz, trata de explicar por qué nadie hizo nada para protestar. No teníamos líderes, se recuerda a sí mismo; carecíamos de confianza, no teníamos una elección real. Pero estas explicaciones lo exasperan más que lo satisfacen. Todavía no puede comprender por qué no se apoderó del arma del SS y mató algunos nazis antes de que ellos lo hubieran matado. Sufre de una memoria con cicatrices, demasiado honesto para ocultar la herida original, pero incapaz de curarla. ‘Me molesta, sabe?’ confiesa volviendo al mundo de la entrevista, ‘por qué, por qué, por qué (nadie se negó a obedecer)’. No hay, de hecho, modo de tender un puente entre estas dos identidades; este descubrimiento es una fuente maestra de angustia y su revelación es, tal vez, el drama principal de los testimonios. No ‘ibas’ a ‘ningún lado’, dice Zoltan acerca de su ordalía, te ‘llevaban’ a ‘ningún lado’.

c) la memoria humillada, conduce al self acorralado, sensación de impotencia, de ausencia de control; lidia con el recuerdo de lo vergonzoso, de aquello que no puede ser incluido en el marco moral de la normalidad, lo que ni siquiera merece ser contado, puesto que no representa ninguna lección de nada; es el anti-ejemplo. “Por supuesto que había toda clase de períodos difíciles que uno no podía... por ejemplo, en el campo de Langenstein (un campo de trabajo) yo tenía tanto hambre que no sé qué habría podido comer. Estábamos durmiendo sobre el piso y cerca mío estaba otro prisionero. No sé qué edad tenía, parecía viejo. Y acabábamos de recibir nuestra ración de pan y él ya estaba tan enfermo que no podía comer el pan. Y yo yacía a su lado, esperando que muriera para poder (larga pausa) agarrar su pan”. La pausa entre las palabras “poder” y “agarrar” expresa, según Langer, el drama de la memoria humillada, la necesidad de contarlo y la profunda convicción de la imposibilidad de contarlo. Dice Langer que la memoria humillada toca el punto crucial de la ética. “La memoria humillada debe residir en un dominio crepuscular que el insight ético nunca consigue iluminar. No puede unirse jamás con el mundo actual. Ello sugiere una permanente dualidad, no exactamente una división, sino una existencia paralela.

d) la memoria infectada, conduce al self reactivo, relativa a conductas de robos, mentiras, cobardías, brutalidades, antropofagias, que contaminan, intoxican la vida entera de la víctima, le impiden ser empáticos consigo mismos, no admiten perdón ni absolución. “Llamo memoria infectada, contaminada, a la narración manchada con la desaprobación de la sensibilidad moral actual del propio testigo, tanto como por algunos de los incidentes que relata. La memoria infectada es, sin embargo, una forma de auto justificación, una validación dolorosa de la conducta necesaria y también admirable. La memoria infectada no puede purificarse a sí misma porque está atrapada por el designio moral que es virtualmente inútil para comprender los episodios narrados, porque los sistemas morales con los que estamos familiarizados están construídos sobre la premisa de la elección individual y la responsabilidad por las consecuencias de dicha elección. ..... ‘Teníamos que comportarnos como animales’ dice Myra, ‘no había otra forma de comportarse’. La memoria infectada parece inconsistente con la retórica de la esperanza.

e) la memoria inheroica, conduce al self disminuido, descalificado. Tiene que ver con la falta de lógica en el hecho de haber sobrevivido. Refieren que más que como resultado de las ganas de vivir -como nos gustaría pensar a los que siempre hemos estado vivos-, se debió simplemente a que, no saben cómo, aparecieron, están vivos. Desde su propia mirada, la voluntad no parece haber influido en ese hecho, no consiguen encontrar nada en sus conductas que hubiera llevado al resultado de salir con vida, no hubo nada heroico, se sienten disminuidos. “Chaim E., por ejemplo, llegó a Sobibor en un transporte con otros mil judíos. Los SS eligieron dieciocho para trabajar en el campo; el resto, incluyendo a su hermano, fueron enviados directamente a las cámaras de gas. Preguntado por qué pensaba que había sido elegido, contesta sin dudar ‘por casualidad’. La noción de alguna conexión entre la individualidad y el destino simplemente ha desaparecido. Al ignorar la naturaleza del lugar al que había llegado, se había apoyado en la presunción rudimentaria de que trabajar, sin importar qué y cuánto, podría resultarle manejable,  ‘Pasara lo que pasase, todavía estabas vivo.... no te planteabas más nada’. Pero, incluso el optimismo fuera de lugar, era una mirada sin ilusión, al menos, según lo explica Chaim hoy, no portaba la idea de un yo al mando de su situación. Chaim formula luego importantes definiciones: ‘por otro lado, no había opciones, eras llevado a hacer lo que hacías. No es que hacías lo que planeabas, lo que pasaba, pasaba. No pensás. Pensás, en el momento, sólo lo que pasa en ese momento, no lo que va a pasar en el momento siguiente. Sos llevado, hacés lo que haya que hacer según sea lo que te digan’.

Las memorias se interrumpen unas a otras en los testimonios, se invaden, se confunden, convierten al fluir de la narración en algo aún más caótico y difícil de comprender. Se entiende, en este contexto, el propósito de una “cura de silencio y de amnesia concertada” que confiesa haberse hecho Jorge Semprún para poder seguir viviendo.

Un silencio estructurante. En una sociedad como la nuestra, tan psicoanalizada, tan colonizada por la idea de que hablar es siempre bueno, la idea de que callar pudiera ser útil se me impuso desde lo pragmático. En mi último libro, en “Hijos de la Guerra”[7] me atreví a hacer la pregunta de si el silencio era una condición negativa, si siempre era conveniente hablar, si el abrir la caja de pandora no hacía peligrar alguna condición de vida, si no exponía algunos fantasmas que era preferible seguir manteniendo en la oscuridad. Poco después la propuesta de Frischer redobla la apuesta y plantea, no sólo que se trata de un silencio diferente, que no necesariamente debe ser franqueado, sino que ese silencio es condición de vida, estructura la posibilidad de seguir viviendo.

Vivimos en una cultura que estimula el hablar. Nos circunda la idea, promovida probablemente por los templos psi y sus sacerdotes y feligreses, que hablar es siempre sanador y que, aquél que no lo hace, está en riesgo de alguna severa patología mortal e incurable. Es por cierto saludable, repito, intentar poner orden y otorgarle operatividad a nuestro mundo interno y a nuestras relaciones y penas. Pero de ahí a enunciar una ley general para todos los silencios, de todas las personas, en todas las situaciones, hay un trecho que requiere de alguna reflexión. Una de esas situaciones es la de haber sido miembro de un grupo considerado como enemigo interno y victimizado en manos de un aparato estatal.

Las situaciones de violencia o trauma colectivo producen tal impacto social y personal, socavan tan hondamente las bases sobre las que nos constituimos como individuos, que es preciso un largo tiempo de recomposición para poder ponerse en contacto con lo sucedido y recuperar la confianza. La reconstrucción de ese piso no es un fenómeno individual, sino una labor colectiva que tiene su proceso específico y requiere tiempo. Mientras la sociedad no brinde los dispositivos adecuados, cada sobreviviente sigue viviendo como puede, en la necesidad de reconstruirse como individuo luego de la ordalía vivida. El silencio no solo es necesario sino que pareciera ser la condición sine qua non. Un silencio que no es olvido, ni represión ni negación, es un silencio activo y expectante, una decisión agazapada a la espera de que la sociedad pueda confrontarse con las consecuencias de revisar lo sucedido.

CONCLUSIÓN. La diferenciación entre trauma individual y colectivo, permite comprender los distintos silencios consecuentes y las diferencias de operación, humana y terapéutica, ante ellos.

La lesión de un trauma individual es una herida a la subjetividad, a la propia capacidad de defensa y apela a un enorme esfuerzo para la aceptación y recuperación. Pero la lesión de un trauma colectivo, es de otro orden lógico, corroe la legalidad sobre la que se sustenta la convivencia, ataca al espíritu de comunalidad, la vida gregaria, el contexto vital imprescindible en el que construimos nuestra subjetividad. Si la policía, que se supone es la instancia estatal que me protege, es la que pone en riesgo mi vida y la de mi familia, si debo ocultarme de quien me protege, ¿cuáles son los parámetros a los que puedo ajustarme? El mapa pre-existente deja de ser válido, ninguna cartografía es válida, se pierden los puntos de referencia, sobre lo que se está parado, en quien confiar, dónde ir, cómo comportarse. El clima es de terror y sospecha, se vuelve tóxico y ya nada es como era. La confianza queda herida de muerte. No solo la víctima, también el resto de la sociedad necesita mucho tiempo para reconocer la vulneración de la confianza, las bases del Estado de Derecho y las leyes de convivencia. Es recién cuando la sociedad puede asumir el daño recibido, que los sobrevivientes tienen habilitada la posibilidad de comenzar a hablar.

La vida debe seguir. Las ganas de vivir son incontenibles. Son como ese hilito de agua que siempre encuentra un cauce porque tiene que seguir. Cuando todo termina, cuando se sale del “bache” oscuro y arbitrario, cuando se recupera la vida “normal”, hay que hacer un gran esfuerzo porque  para reinsertarse en la vida hay que hacer como si se volviera a confiar.  Lo pasado no es sometido a revisión, se toma como el rayo fatídico que cayó por azar sin explicación, se espera el regreso del imperio de la ley, y se trabaja, se proyecta, se demuestra que fue un accidente de la sociedad, que todo estará bien a partir de ahora, que ya ha pasado el peligro. Volver la vista atrás amenaza con despertar los fantasmas, con perder pie y resbalar en excrecencias y restos sociales pringosos. Y hay una enorme sabiduría en ello, porque se pone toda la energía en la reconstrucción. ¿En la reconstrucción de qué?: de la confianza perdida. Son los sobrevivientes los que apuestan a esta sociedad que hace un instante los había traicionado. Si no confían no pueden seguir viviendo. ¿Cómo confiar y hablar públicamente de la traición? Es preciso, vital, buscar los indicadores de que el mundo ha recuperado su cordura, que a partir de ahora todo vuelve a seguir reglas previsibles, que solo hay que trabajar, hacer las cosas bien y uno estará a salvo. Lo que pasó, pasó. Hablar de lo que pasó es enfrentar a toda la sociedad con su propia ignominia. Nadie quiere oír. El sobreviviente es invisibilizado porque es un testigo incómodo y su testimonio no se quiere oír. La sociedad todavía no puede. Y hay que seguir viviendo. Pasadas unas décadas, han cambiado los individuos que la conforman, en el recambio generacional tal vez se pueda, ahora sí, revisar el pasado porque éstos no han sido sus protagonistas y su revisión no los cuestiona ni los enfrenta con una desgarradora autoevaluación. Si se me permite la analogía, solo cuando la sociedad puede asumirse como “terapeuta” el sobreviviente puede actuar como “paciente”.

El silencio no es olvido. Lo sobrevivientes de la Shoá captaron claramente los indicadores y permanecieron en silencio. Se trataba del silencio público, hacia afuera, porque entre ellos hablaban. Tenían sus momentos de recorrer viejas fotos, cuando las había, o de añorar las fotos que ya nunca podrían ver. Había situaciones particulares en las que las ausencias tenían un peso agobiante, como en las celebraciones, los aniversarios. Y cincuenta años después recuerdan todo, toman el pasado traumático entre las manos y comienzan a dialogar públicamente con él. Ya no hay peligro de que la victimización los hunda en la paranoia o en los mecanismos patológicos. Ya no hay peligro de sumirse en una situación personal sin salida. Ahora se puede. Con hijos, nietos, bisnietos, el futuro está asegurado. Con una sociedad que ha abierto las orejas y tímidamente se propone este ejercicio de revisión de algunos de sus supuestos, hay un nuevo contexto de recepción. Ahora se puede hablar.

Diana Wang ([8])

Florida, Argentina - Junio 2011



[1]  “El Sindrome del Sobreviviente está compuesto de las siguientes manifestaciones: ansiedad; perturbaciones de la cognición y la memoria; estados de depresión crónica; tendencia al aislamiento, retiro y reclusión; alternaciones [¿alternancias o alteraciones?] de la identidad; condiciones psicosomáticas y aspecto de cadáver ambulante.... Otra característica importante de tales pacientes es su inhabilidad para verbalizar los eventos traumáticos”. Dr William Niederland 1968  

[2] Rachel Rosenblum. Postponing trauma: The dangers of telling. Int Journal Psychoanalysis (2009) 90:1319-1340

[3] Giorgio Agamben, trilogía de “Homo Sacer”.

[4] Frischer Dominique “Les enfants du silence et de la réconstruction. La Shoah en partage. Trois génerations, trois pays: France, États Unis, Israel” Ed. Grasset, Paris 2008.

[5] Es la hipótesis central de “La escritura o la vida” de Jorge SEMPRUN.

[6] Wang Diana “El silencio de los aparecidos” 1ª edición Acervo Editorial, 1987. 2ª Edición, actualizada, Ediciones Generaciones de la Shoá, 2004.

[7] Wang Diana “Hijos de la guerra. La segunda generación de sobrevivientes de la Shoá”. Editorial Marea 2009.

([8])  La autora agradece la lectura crítica y comentarios de Aida Ender y José Blumenfeld, de Generaciones de la Shoá en Argentina.

¿Por qué recordar la Shoá en la Argentina? [1]

Nota: ponencia presentada en el seminario "La Shoá, los genocidios y crímenes de Lesa Humanidad: enseñanzas para los juristas" organizado por la Secretaría de DDHH del Ministerio de Justicia y el Mémorial de la Shoah de Paris. Es la transcripción de mi presentación oral según como fuera publicada en el libro. No recuerdo por qué la mención a Daniel Goldman, tal vez él debía venir y no pudo y fui convocada en su lugar, pero no lo recuerdo (hablando de recordar....). Muchas gracias a los organizadores por haber confiado en mí, especialmente a Andrea Gualde y a Roxi Perel. En tan poco tiempo, que fui notificada de esta participación, haré lo posible por compartir con ustedes algunas reflexiones. Tengo algunas cosas parecidas con el rabino Dany Goldman y otras muy diferentes. El rabino Dany Goldman es quien tendría que estar acá en este momento. Soy judía como él. Y soy hija de sobrevivientes igual que él. Pero no soy rabina y no tengo su ilustración y su hondura filosófica, así que no van a contar con esto de mi parte.

Desde mi lugar de hija de sobrevivientes, como presidenta de una organización que se ocupa de transmitir y educar sobre el tema de la Shoá, y también un poquito desde mi lugar de psicóloga, que es inevitable (soy todo eso), hay toda una serie de cosas que querría compartir con ustedes.

Obviamente, la memoria es indispensable. Recordar y saber qué pasó forma parte del conocimiento que todas las sociedades tenemos que tener. Pero, ya a esta altura del partido, aquel lugar común de recordar para no repetir, sabemos que es una vana ilusión. Se recuerda y se recuerda, y se repite y se repite, y se mejora incluso. Así que recordar solo no es suficiente. Hay algo más que debemos hacer. 

La pregunta es por qué recordar la Shoá en la Argentina. Esto es lo que dice en el programa. Como buena judía, lo primero que contestaría es por qué no. Por qué la Argentina tiene que ser diferente de otros países. En este momento la Shoá está siendo un tema tomado por casi todos los países porque porta una serie de lecciones e informaciones que cambiaron definitivamente la mirada que tenemos los seres humanos sobre las sociedades. Hay un antes y un después de la Shoá con respecto a la concepción de lo humano. Pero déjenme decirles, antes, que me quedé pensando qué interesante que un lugar como la Argentina, en el sur del Cono Sur, tan lejos de los escenarios europeos en donde sucedió la Shoá, estamos teniendo un simposio sobre la Shoá y estamos hablando de la Shoá. Y creo que es absolutamente pertinente hablarlo acá y en todas partes.

Qué hubiera pasado si el Ejército Rojo no hubiera detenido el avance del ejército alemán en Stalingrado. Qué hubiera pasado si el general Patton no hubiera triunfado en el norte de África y hubiera entrado en el sur de Italia. Qué hubiera pasado si los Aliados no hubieran ingresado en Normandía. Qué hubiera pasado con el mundo si el nazismo hubiera triunfado, a casi ochenta años de su instauración en 1933. Probablemente, muchos de nosotros no estaríamos vivos, no estaríamos acá. No sé cuántos judíos hay en la sala pero no hubiera quedado ni un judío en el mundo. El nazismo tenía un plan que era universal, que no tenía fronteras geográficas. El plan de la creación de la raza superior no tenía fronteras. Era un plan planetario, iban allí como demiurgos, como semidioses, querían construir lo que ellos llamaban “la raza superior”. No habría discapacitados físicos, no habría discapacitados mentales, no existirían homosexuales. Y bueno, irían por más. No existirían negros, ni amarillos, ni rojos, ni marrones, ni gente con los ojitos así. Vaya uno a saber en qué mundo viviríamos si el nazismo hubiera triunfado. Entonces, por esto es pertinente hablar de la Shoá acá y en cualquier lugar del mundo. Porque simplemente se detuvo porque perdieron la guerra. Entonces, no tenemos que perder de vista que la Shoá estuvo en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, y gracias a que la perdieron, el mundo pudo seguir, bien o mal, como ha seguido. Pero, seguramente, mejor que si hubiera estado bajo el nazismo.

Pero también, hablar de recordar la Shoá en la Argentina y también en otros países tiene sentido por las varias lecciones que comporta. Nos ha enseñado, y todavía no sé cuánto hemos aprendido, del alcance de los sistemas políticos totalitarios y de la enorme vulnerabilidad de las sociedades humanas frente a eso. Nos enseña sobre el fracaso de los dispositivos educativos que tenemos, sobre la fragilidad de los individuos y las sociedades para contrarrestar los poderosos efectos de este sistema, para no someterse al aparato de la propaganda y al hondo lavado de cerebro que éste determina. A la dificultad de la lucha,, tanto individual como grupal, a la presión grupal y social –y acá habla la psicóloga– por esta necesidad que tenemos los seres humanos de ser aceptados, de pertenecer a un grupo. Esto se ha probado por infinitos estudios, que determinan la aceptación y el sometimiento a ciertas normas del grupo aun cuando algunos individuos no estén de acuerdo.

Nos enseña sobre el entumecimiento del juicio crítico, que es una consecuencia de todo lo anterior. Sobre la comodidad, sobre la burocracia. Sobre los aparatos que nos dicen que nosotros confiemos en alguien que nos dice que sabe lo que hace y que nosotros simplemente hagamos lo que tenemos que hacer. No miremos el cuadro grande. Sobre todo esto nos enseña la Shoá permanentemente. Y la Shoá debe ser un ejemplo, y debe ser mostrado como un ejemplo de a lo que se puede llegar si se siguen las últimas consecuencias de lo que esto propone.

Tenemos varios ejemplos en la Argentina. Voy a hablar solamente de uno. Podría tomar cualquier otro, pero voy a hablar de lo que pasó en la Guerra de Malvinas. Tal vez los compañeros franceses de la mesa, que no estuvieron acá, no sepan cómo fue el clima cuando comenzó la Guerra de Malvinas. El país estaba presidido por un gobierno de facto, por un presidente cuya mayor virtud era su resistencia al whisky, la cantidad de bebida alcohólica que tomaba, y se hacían muchas bromas respecto de eso. Tenía una oposición popular muy grande porque había medidas que habían sido muy impopulares. Entonces, un día se llena la Plaza de Mayo, ésta que tenemos acá a una cuadra, con una manifestación absolutamente en contra del gobierno. El gobierno declara la Guerra de Malvinas y, dos días después, la misma plaza se llena de gente vitoreando al presidente. Hay algunas cabezas que hacen así porque nos acordamos de lo que fue. Es decir, un día en contra y dos días después “el pueblo” llenando la plaza a favor de esta decisión.

Yo recuerdo los titulares de los diarios, yo recuerdo el “estamos ganando”. “Estamos ganando”, pero miren qué pretensión delirante. Al ejército británico ayudado por el ejército americano. Nosotros, la Argentinita, ese paisito chiquitito, nosotros estamos ganándoles a ellos. Se acuerdan de nuestras bravatas, de nuestra arrogancia de argentinos, diciendo “que se venga el principito”, como que nosotros lo vamos a atacar, con tango, con mate o con asado, porque no sé con qué lo íbamos a atacar. Recuerdo cuando íbamos a dar clase a las escuelas, a los chicos de diecisiete, dieciocho años. Los chicos que nacieron después de la Guerra de Malvinas no entienden esto que estamos contando. Pero cómo, ¿eran idiotas que declararon una guerra a estas potencias mundiales? Entonces les contamos. Chicos como ustedes, yo los vi en la televisión haciendo colas en el Ministerio de Guerra para ofrecerse como voluntarios. Para ir a morir a esas islas con piedras desérticas por una supuesta reivindicación histórica del robo de los piratas ingleses. Me acuerdo de la gente haciendo colas entregando medallitas y cadenitas de oro. Nos acordamos de todo esto. Bueno, esto es lo que hace un gobierno totalitario –es un ejemplo muy chiquitito– que nos toca absolutamente a todos.

Este tipo de cosas han pasado más de una vez en la Argentina, en Chile, en Uruguay, en distintos países. No voy a abundar en esto porque todos conocemos estos mecanismos afilados, desarrollados hasta grados preciosos por el Ministerio de Propaganda de Goebbels; siguen siendo usados y aplicados por la propaganda política, por la publicidad comercial. Los mismos principios desarrollados por el Ministerio de Propaganda. Y esto tenemos que ir a enseñarlo a las escuelas. Tenemos que ir a enseñar cuáles son los principios, para mostrar qué vulnerables son a la manipulación y a la formación de la supuesta opinión pública que apoya a estos gobiernos totalitarios en decisiones impopulares a través de una cuestión que inventa como la Guerra de Malvinas.

Podría decir infinidad de cosas por las cuales es importante hablar de la Shoá, pero quiero mencionar una sola más hasta pasar a otro tema que quiero tratar con ustedes. El conocimiento, el reconocimiento y el aprendizaje sobre aquellos poquitos, muy poquitos, que se atrevieron a pensar por sí mismos, que no se sometieron al lavado de cerebro y que hicieron lo que en aquel momento no había que hacer, a los que se opusieron, a los que en la Shoá salvaron judíos aun a riesgo de su propia vida, a esos que han tenido conductas casi siempre inconscientes, que si las hubieran pensado no las hubieran hecho. Pero aprender de ellos, cuáles son los resortes que se movieron, porque es ahí donde encontraremos alguna respuesta que todavía necesitamos aprender.

La otra cosa que quería decirles es algo que me llama mucho la atención, y en este foro de juristas y de pensadores sobre el tema de la Shoá quiero proponerlo como una cosa que me inquieta, que es el uso de ciertas palabras, retomando algo que comentó el juez Rozanski, que es el uso apropiado de las palabras. He escuchado acá y en otros sitios y documentos que se usan las palabras “raza”, “racismo” y “antisemitismo”. Entonces, quiero dedicarme brevemente a hablar de esas tres palabras y tratar de convencerlos a ustedes de por qué son impropias y por qué no deben ser usadas.

El concepto de antisemitismo es un concepto acuñado por Wilhelm Marr, un escritor y periodista alemán al que se le ocurrió este concepto a mediados del siglo XIX. Escribió un panfleto que rápidamente tuvo difusión, vendió en la sociedad, y entonces el concepto de antisemitismo fue instalado y empezó a tener una validez cuasi científica. Wilhelm Marr hizo un salto sofista muy interesante. Miren lo que hizo. Porque lo semita existe; existe lo semita, pero no en la biología. Wilhelm Marr plantea el antisemitismo como un concepto que tiene que ver con la biología. Hay gente que nace semita y hay gente que nace no semita: aria, negra, oriental, o lo que fuera. Lo semita es genético, es ontológico, es lo que uno es. Es semita. Si uno es semita eso no se puede cambiar, no se puede convertir, no se puede convencer. Si uno es de tal altura. Uno es lo que es y no puede cambiarlo. Resulta que lo semita es un concepto de la lingüística, lo semita son las lenguas. Hay lenguas de raíces semitas, lenguas de raíces arias y otras raíces. Hay lenguas semíticas, como el hebreo, como el árabe, y lenguas arias. Y entonces, lo que hizo este hombre fue un salto mágico: si esto se aplica a la lingüística, trasladémoslo, transpolémoslo a la biología. Esto es un gravísimo error. No existe algo así como el antisemitismo.

Lo que sí existe, la palabra que más se le ajusta, es judeofobia. Es el odio o la sospecha frente a lo judío. Esto tiene una historia, primero una historia religiosa por la judeofobia de la Iglesia Católica. Luego, la judeofobia europea por algunas características supuestamente atribuidas a los judíos, que arman el estereotipo judío del judeófobo. Pero lo que agrega Wilhelm Marr es la pretensión científica. A partir de ese momento los judeófobos europeos y los del mundo entero se quedaron tranquilos. Porque no era que ellos tenían algún prejuicio que mejor no contar y este sentimiento que no era bien visto. No; es que estaba fundado en la biología. Los judíos éramos gente diferente. De ahí a excluirnos y luego a exterminarnos son algunos pasos lógicos en la sucesión de los acontecimientos.

Y en qué se basa Wilhelm Marr en este concepto de antisemitismo. Se basa en el concepto de raza. La raza era una idea que existía con bastante anterioridad al siglo XIX. Se supone que es una idea que comenzó a conocerse en el siglo XVI, en el siglo de los colonialismos. Cuando los europeos con sus barcos salieron a conquistar África y América, a colonizar y expoliar a los dos territorios en colonias. Se encontraron con el otro, con el Otro, con un negro, con otra forma de narices, con otra forma de pelo, con otra cultura, con otra sintaxis idiomática y otras costumbres. Entonces, este Otro inmediatamente fue subsumido por la categoría de subhumano. Y aparece el concepto de raza. “Raza”, ligado a la categoría de inferior. Raza no como diferente sino como inferior, aplicada a los pueblos de África, aplicada a los pueblos primigenios de América. Y esto ¿qué permitió? Permitió el comercio esclavista, cosificó a la gente; entonces no había ninguna culpa porque no eran seres humanos iguales que los europeos, a éstos se los podía comprar, vender, manipular, esclavizar y dejar morir. No había ningún problema para ello.

Sobre este concepto del siglo XVI se monta un político francés, Joseph Gobineau, que también en la segunda mitad del siglo XIX escribe un libro que se llama Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, en donde pone sobre la mesa aquello que Wilhelm Marr había esbozado con el antisemitismo. Entonces, él habla de una desigualdad cualitativa, donde hay mejores y peores. Esta idea de Joseph Gobineau luego fue utilizada en Los protocolos de los sabios de Sión, que se basa en un escrito francés que después fue retomado por la policía zarista, en El judío internacional, de Henry Ford, y finalmente fue retomado por Rosenberg y el nazismo y su ruta, y el camino que nosotros conocemos.

Y hay una coincidencia. Tanto el antisemitismo como el concepto de racismo fueron acuñados en la segunda mitad del siglo XIX, en años muy próximos. Y uno se pregunta a qué se debe esto, ¿es casualidad? Resulta que tiene que ver con la emancipación de los judíos en Europa Occidental. La mayor parte de los países de Europa, entre ellos Alemania y Francia, había emancipado a los judíos, y en este momento de la historia, a partir de 1870, tenían los mismos derechos ciudadanos que el resto de la población. Entonces se necesitaba diferenciarlos. Por eso estos conceptos aparecieron.

Estos conceptos que estoy desarrollando en este momento son los conceptos con los que nosotros vamos a las escuelas y trabajamos, porque tienen que ver con el fundamento biológico de la discriminación. Entonces, lo que proponemos es dejar de llamar razas y racismo, no tengo otra palabra, la única palabra que puedo decir es “lo que se conoce como racismo”, porque no hay otra palabra para llamarlo, y hacer una propuesta en las Naciones Unidas para que deje de llamarse así, porque se sigue llamando así en los convenios de Naciones Unidas. Y la idea es ir a las escuelas y mostrar cómo estos conceptos están integrados a nuestra cultura y determinan conductas, miradas y prejuicios, no solamente en contra de los judíos.

En la Argentina tenemos otros grupos que en este momento están siendo mirados de manera discriminadora. En un momento, los coreanos. Tenemos inmigrantes de países vecinos, paraguayos, bolivianos. En otro momento fueron los chilenos. Todo este cuerpo de pensamiento y de información puede ser aplicado a la revisión de la forma en la que es mirado otro, cuando es visto como Otro, con mayúscula, cuando es visto como amenazante, cuando es visto como diferente de mí y tal vez inferior.

Una de las cosas que estamos haciendo en este momento, y con esto termino, desde Generaciones de la Shoá, y que quiero compartir con ustedes, es lo que llamamos el proyecto Aprendiz. El proyecto Aprendiz es una forma diferente de trabajar con la memoria. Y lo queremos proponer a esta audiencia porque creemos que es novedoso y creativo, y que compromete a la gente de una manera muy particular. El proyecto Aprendiz consiste en el emparejamiento de un joven con un sobreviviente en una relación personal, en donde el joven –con “joven” queremos decir gente de entre veinte y treinta años, no menos de veinte– aprende del sobreviviente, que será su maestro, no solamente su historia durante la Shoá, sino quién es, cómo ha vivido, sus pequeñas anécdotas, que le permitan a este joven –dentro de diez, veinte, treinta o cuarenta años más– pararse frente a un auditorio y contar la historia de la Shoá, de viva voz, como un relato personal. Lo que nosotros hemos observado, y en esto se basa el proyecto Aprendiz, es que es muy importante la información escrita, los libros, las películas, pero no hay nada que impacte y que mueva más a un auditorio que la presencia física del testigo. El testigo porta no sólo la información sino la encarnación de una historia, con una emoción que muchas veces hace a la información transmitida indeleble y persistente en la memoria. Entonces, hay algo que tiene que ver con el trabajo en la memoria que tiene que pasar también por lo emocional. Y en esto se basa el proyecto Aprendiz que estamos llevando a cabo.

 

 

 


[1] Transcripción de la ponencia de Diana Wang, en el Seminario “La Shoá, los genocidios y crímenes de Lesa Humanidad: Enseñanzas para los juristas” organizado por la Secretaría de DDHH del Ministerio de Justicia de la Nación y el Memorial de la Shoah de Paris. 27-28 de Septiembre 2010. Está publicado en el libro homónimo.

Violación Excrementicia

 autor: Terrence Des Pres [1]

Traducción del inglés: Diana Wang

Comentario de los editores John K. Roth y Michael Berenbaum:

Terrence Des Pres (1939-1987) escribió sólo un libro acerca del Holocausto, pero es un clásico. The survivor: An Anatomy of Life in the Death Camps (El sobreviviente: una anatomía de la vida en los campos de muerte), que apareció en 1976, exploró detalladamente los testimonios escritos de quienes soportaron l’univers concentrationnaire, según lo denominara David Rousset. El resultado es el propio testimonio de Des Press acerca de qué se requería para ser un sobreviviente. Su interpretación de los relatos de los sobrevivientes muestra que lugares como Auschwitz revelaron, no sólo la depravación de la existencia humana, sino también la grandeza que puede encontrarse en el rehusarse a caer en la desesperanza o a morir.

Un ensayista hábil y un erudito literario, Des Press tenía lo que Elie Wiesel llamó “un modo melancólico de interpretar  relatos desesperanzados y un acercamiento sensible a las memorias de muerte”. Pero el trabajo de este hombre -durante muchos años fue profesor de inglés en la Colgate University- está siempre al servicio de la vida. Estas características son evidentes en la selección que sigue, en la que Des Press acuña una frase - violación excrementicia- que deberá formar parte, lamentablemente, del vocabulario requerido para hablar acerca d el Holocausto.

Des Press demuestra que no ha sido una mera coincidencia que Auschwitz ha sido denominado annus mundi. “El hecho es”, concluye con firmeza, “que los prisioneros fueron sometidos sistemáticamente a la suciedad”. Fueron blanco deliberado de violaciones excrementicias con el objetivo de la “completa humillación y degradación de los prisioneros”. Los asesinos triunfaron -demasiadas veces, demasiado- pero no completamente. Este hecho constituye otro factor clave que Des Press quiere que sea recordado. Cuando las víctimas reconocían la violación excrementicia como tal, resistían. Esta resistencia incluía el énfasis en el intento, a pesar de todas la dificultades, en permanecer limpios. Pero este esfuerzo extraordinario podría haber sido la diferencia entre el aferrarse a anclas de dignidad que permitían seguir con vida y el rendirse que tenía como conclusión la muerte. Nada, por supuesto, garantizaba la supervivencia en los campos de muerte. La anatomía de Des Press sobre la violación excrementicia establece esta evidencia de modo claro e incontrovertible. Sin embargo, está en lo cierto cuando escribe “la vida misma depende de mantener intacta la dignidad, y esto, a su vez, depende de la batalla diaria, nunca terminada de mantenerse visiblemente humano”

A fines del verano de 1976 tuvo lugar una conferencia sobre el trabajo que llevó a cabo Elie Wiesel en Long Island. El libro de Terrence Des Press había aparecido recientemente, y él estaba allí. También estuvo Emil Fackenheim. En un momento la conversación se focalizó en el libro de Des Press. Según lo recuerda Harry James Cargas, Fackenheim se refirió específicamente al capítulo crucial sobre la violación excrementicia. En una voz susurrante, dijo: “nunca en mi vida usé la palabra ‘mierda’, pero Terrence Des Press la usa de tal modo, que se ha vuelto una palabra sagrada”.

Mientras la columna regresa del trabajo

después de un día entero pasado al aire libre,

el hedor del campo es abrumadoramente ofensivo.

A veces, aún varias millas antes de llegar, te golpea el aire envenado.

Seweryna Szmaglewska, “Smoke over Birkenau” (Humo sobre Birkenau)

Había dejado de lavarse mucho tiempo antes...

y ahora, los últimos restos de su dignidad humana

 se estaban quemando en su interior.

Gustav Herling, “A World Apart” (Un mundo aparte)

Comenzaba en los trenes, en los vagones cerrados -de ochenta a cien personas en cada coche- atravesando Europa rumbo a los campos en Polonia:

La temperatura comenzaba a elevarse debido a que el vagón del terror estaba cerrado y el calor de los cuerpos no tenía salida... El único lugar para orinar era a través de una ranura en la claraboya aunque los que lo intentaban habitualmente no acertaban y derramaban su orina en el piso... Cuando llegaba finalmente el amanecer... estábamos muy enfermos y doloridos, golpeados no sólo por el peso de la fatiga sino por la atmósfera sofocante y el olor hediondo de los excrementos.... No había letrinas ni provisiones... Encima, mucha gente había vomitado en el piso. Debíamos vivir durante días respirando estos inmundos olores y nos íbamos convirtiendo nosotros mismos en inmundicia. (Kessel, 50-51)

En el caso de muchos prisioneros soviéticos, el transporte por barco era aún peor: “mucha gente se mareaba y tenía que vomitar sobre los que estaban más abajo. Era también la única manera de aliviar sus otras necesidades corporales” (Knapp, 59).

Desde el comienzo, el sometimiento a la inmundicia era un pilar de la ordalía[2] de los sobrevivientes. En los campos nazis especialmente, la mugre y los excrementos eran la condición permanente de la existencia. En las barracas, por ejemplo de noche,

había baldes de excrementos en un estrecho pasillo próximo a la salida. No eran suficientes. Al amanecer, el piso entero estaba cubierto de orina y heces. La inmundicia estaba en nuestros pies, la llevábamos por toda la barraca, el hedor hacía que algunos se desmayaran” (Birenbaum, 226).

Las enfermedades hacían las cosas aún peor:

Todos tenían tifus... en Bergen Belsen se daba del modo más violento, doloroso y mortal. La diarrea consecuente era incontrolable. Se derramaba del borde de las cuchetas y se filtraba por entre las maderas sobre las caras de las mujeres que yacían en las cuchetas inferiores, y mezcladas con sangre, pus y orina, formaban un barro fétido y resbaloso sobre el piso de las barracas (Perl, 171)

Las letrinas eran un espectáculo en sí mismas:

Había una letrina para entre treinta y treinta y dos mil mujeres y sólo las podíamos usar en ciertas horas. Nos parábamos en fila para entrar en la diminuta construcción, hundidas hasta las rodillas en excremento humano. Puesto que todas sufríamos de disentería, raramente podíamos esperar nuestro turno y nos ensuciábamos en nuestros harapos, nunca podíamos sacar la suciedad de nuestro cuerpo, lo que agregaba al horror de nuestra existencia, el terrible olor que nos rodeaba como una nube. La letrina consistía en una zanja  profunda con tablones que la atravesaban a ciertos intervalos. Nos agazapábamos sobre estos tablones como pájaros encaramados sobre los cables del telégrafo, tan cerca unas de las otras que no podíamos evitar ensuciar a nuestra vecina. (Perl, 33)

Los prisioneros que tenían la suerte de trabajar en uno de los hospitales del campo, capaces de disfrutar por ende en alguna medida de la privacidad, no estaban eximidos por ello del horror especial de las letrinas:

“Tenía que caminar sobre excreciones humanas, orina mezclada con sangre, sobre deposiciones de personas que padecían enfermedades extremadamente contagiosas. Sólo entonces conseguía llegar al agujero, rodeado por la suciedad más inexpresable”(Weiss, 69).

La iniciación de un prisionero recién llegado a la vida del campo se completaba cuando “se daba cuenta que no había papel higiénico”-que no había papel en todo Auschwitz y que estaba forzado a encontrar “alguna otra manera”.

Desgarré de mi chalina un trozo y lo lavaba después de cada uso. Conservé este pedacito de tela a lo largo de todos mis días en Auschwitz; otros hacían lo mismo. (Unsdorfer, 102)

Problemas de este tipo se veían intensificados por el hecho de que, en un momento o en otro, todos sufrían de diarrea o disentería; para prisioneros hambreados y exhaustos como estos, ello era frecuentemente fatal:

“Los que tenían disentería se derretían como velas, se aliviaban en sus ropas y se transformaban lentamente en esqueletos malolientes y repulsivos que morían en su propio excremento” (Donat, 269).

A veces, toda la población del campo se enfermaba de esta manera, y entonces el horror era sobrecogedor. Hombres y mujeres no podían más que ensuciarse a sí mismos y al vecino. Los que estaban demasiado débiles para trasladarse se aliviaban allí donde se encontraban. Los que no se recuperaban se iban envolviendo lentamente en su propia descomposición:

“Algunos morían incluso antes de llegar a las cámaras de gas. Muchos estaban cubiertos con su propio excremento puesto que no había baños ni alternativas sanitarias y no podían mantenerse limpios” (Newman, 39).

La diarrea era una enfermedad mortal y una constante fuente de suciedad, pero era también peligrosa por otra razón -forzaba a los prisioneros a infringir reglas:

Muchas mujeres con diarrea se aliviaban en los tazones de sopa o en los cuencos para “café”; después escondían el utensilio bajo el colchón para evitar el castigo que podían recibir: veinticinco golpes en las nalgas desnudas o una noche entera arrodilladas sobre la grava rugosa sosteniendo ladrillos. Estos castigos culminaban frecuentemente con la muerte de la “culpable”. (Birenbaum, 134).

En otro caso, un grupo de hombres fue encerrado día tras día en un cuarto sin ventilación ni facilidades sanitarias de ningún tipo. Descubrieron un agujero en el piso ubicado cerca de la ventana por la que pasaban los guardias. Para usarlo, un hombre debía arriesgar su vida, puesto que quien eran descubierto era golpeado hasta morir.

“El espectáculo de estos infortunados, temblando de miedo mientras se arrastraban sobre sus manos y rodillas hasta el agujero y se aliviaban acostados es uno de mis recuerdos más terribles de Sachsenhausen” (Szalet, 51).

La angustia de la existencia en los campos se veía intensificada por el fluir mineral de la vida misma. La muerte estaba concebida en el contexto de una necesidad -la evacuación intestinal- que no podía, como otras necesidades, ser suprimida o postergada o vivida pasivamente. Las demandas de los intestinos son absolutas y bajo tales circunstancias, hombres y mujeres debían resistir, incluso acomodar de algún modo, sus propias y más íntimas necesidades a las posibilidades:

Imaginen lo que significa que esté prohibido ir al baño; imaginen también que estén sufriendo de una severa y progresiva disentería, causada y agravada por la dieta de sopa de repollo y por el frío constante. Naturalmente, uno trataría de ir a algún lado para aliviarse. A veces uno hasta podía tener éxito. Pero tus ausencias podían ser notadas y serías golpeado, derribado y pisoteado. Ya sabías a qué riesgos te exponías pero la urgencia te obligaba a repetir el intento, a cualquier costo... Aprendí pronto a convivir con la disentería atando una soga alrededor de la parte baja de mis calzoncillos (Maurel, 38-39).

Hasta tanto yo sé, los estudios psicoanalíticos acerca de la experiencia en los campos, mantienen, con una sola excepción, que la vida se caracterizaba por una regresión a niveles de conducta “infantiles”. Esta conclusión se basa, en principio, en el hecho de que los hombres y las mujeres en los campos de concentración se preocupaban “anormalmente” por la alimentación  y las funciones excrementicias. Los niños exhiben una preocupación similar y la comparación sugiere que los hombres y las mujeres reaccionan frente a la situación límite con una “regresión y fijación a estadios pre-edípicos” (Hope, 77). Aquí, como sucede en general con el punto de vista psicoanalítico, el contexto no se ha considerado. El hecho de que la situación del sobreviviente era anormal en sí misma está simplemente ignorado. Que la preocupación por la comida estaba causada por la inanición literal no cuenta; y el hecho de que los internos de los campos eran forzados a vivir en la mugre tampoco entra en consideración.

El argumento de “infantilismo” fue planteado con energía por Bruno Bettelheim. Una tesis importante de su libro The Informed Heart (El corazón informado) es que en situaciones extremas, las personas están reducidas a la infancia; y en la parte titulada “La conducta infantil” iguala simplemente la categoría objetiva de los prisioneros a una conducta inherentemente regresiva. Bettelheim observa, por ejemplo -cosa que era, por cierto, verdad- que las regulaciones del campo estaban diseñadas para hacer de la actividad excretoria un momento de crisis. Los prisioneros debían pedir permiso para poder aliviar sus cuerpos, lo que los hacía vulnerables a los caprichos del guardia SS con quién hablaban. A lo largo de la jornada de trabajo de doce horas, los prisioneros no tenían permitido responder a sus necesidades naturales o eran forzados a hacerlo mientras trabajaban y en el mismo lugar donde estaban. Como dice una sobreviviente:

“Si alguna de nosotras, atormentada por su estómago, intentaba acercarse a una zanja cercana, los guardias le soltaban los perros. Humilladas, laceradas, las mujeres no dejaban su lugar y nadaban en su propio excremento” (Zywulska, 67). 

Aún peor eran los días de las marchas de la muerte cuando los prisioneros que se detenían por cualquier razón eran instantáneamente asesinados. Para seguir viviendo debían simplemente seguir caminando:

El orín y las heces se derramaba por las piernas de los prisioneros y a la noche, del excremento que se había congelado en nuestros miembros emanaba un fuerte hedor. Ya no éramos seres humanos. Ni siquiera animales. Éramos cuerpos putrefactos que se movían sobre dos piernas (Weiss, 211)

Bajo tales condiciones, la evacuación intestinal se transformaba ciertamente, como dice Bettelheim, “en un evento cotidiano importante”; pero la conclusión necesaria no es, como él dice, que los prisioneros estaban reducidos “al nivel previo a la adquisición del control de esfínteres” (132). Aparentemente sí; hombre y mujeres estaban muy preocupados por las funciones excrementicias, igual que los niños; los prisioneros estaban “forzados a mojarse y ensuciarse encima”, del mismo modo que lo hacen los niños -sólo que los niños no están forzados. Bettelheim concluye que para los internos de los campos, la ordalía de la crisis excrementicia “les hacía imposible verse ya como adultos” (134). No distingue entre conductas en condiciones extremas y conductas civilizadas; puesto que, por supuesto, en circunstancias civilizadas, la preocupación de un adulto acerca del estado de sus intestinos, o la sensación de que su camino al baño es un tipo de ordalía, revelaría un estado de neurosis evidente. Pero en el campo de concentración, la conducta estaba gobernada por la amenaza de muerte inminente; la acción no respondía a deseos infantiles sino que era una respuesta a las  espantosas condiciones.

El hecho era que los prisioneros eran sometidos sistemáticamente a la inmundicia. Eran el blanco deliberado de una violación excrementicia. La violación, la profanación, era una constante amenaza, una condición de vida cotidiana y, en cualquier momento, podía tomar formas malignas y a veces fatales. El pasatiempo favorito de un Kapo era detener a los prisioneros justo antes de que alcanzaran la letrina. Forzaba a cada uno a estar firme y atento al interrogatorio, luego lo hacía “poner en cuclillas hasta que el pobre hombre no podía ya contener sus esfínteres y ‘explotaba’”, entonces lo golpeaba y sólo después “cubierto con sus propios excrementos, la víctima tenía permiso de arrastrarse hasta la letrina” (Donat, 178). En otra instancia, los prisioneros eran forzados a acostarse en fila sobre el piso, y cada hombre, cuando finalmente le era  permitido ponerse de pie, “debía orinar sobre las cabezas de los demás”, y hubo una noche en que “refinaron su tratamiento forzando a cada hombre a que orinara en las bocas de los que estaban a sus pies” (Wells, 91). En Birkenau, arrebataban con frecuencia a los prisioneros los tazones para sopa y los arrojaban a las letrinas de donde los tenían que recuperar:

Cuando lo acercás a tus labios la primera vez, no olés nada sospechoso. Otros pares de manos tiemblan con impaciencia por él y esperan tomarlo ni bien terminás. Sólo después, mucho después, ese olor repulsivo golpea tu nariz” (Szmaglewska, 154).

Y, como hemos visto, los prisioneros que padecían disentería, infringían con frecuencia las reglas del campo y se contaminaban a sí mismos al usar sus utensilios alimenticios como recipiente de sus heces:

Los primeros días nuestros estómagos se sublevaban ante el pensamiento de usar nuestras tazas de noche para comer. Pero el hambre manda y estábamos tan hambreados que estábamos dispuestos a comer cualquier comida. No podíamos evitar que tuviera que estar dentro de esos recipientes. Durante la noche muchos de nosotros hacíamos uso de los tazones en secreto. Teníamos permiso de ir a las letrinas sólo dos veces por día. ¿Cómo podíamos evitarlo? Sin importar cuán intensa fuera nuestra necesidad, si salíamos en el medio de la noche, nos arriesgábamos a ser capturados por el SS que tenía la orden de disparar primero y preguntar después (Lengyel, 26).

Este tipo de degradación no tenía fin. El hedor de los excrementos se mezclaba con el olor y el humo de los hornos crematorios y el rancio deterioro de la carne. Los prisioneros de los campos nazis eran sumergidos virtualmente en su propia basura lo que, por sí mismo, conducía muchas veces a la muerte. En Buchenwald por ejemplo, las letrinas eran zanjas de siete metros y medio de largo, tres metros y medio de profundidad y tres metros y medio de ancho[3]. Había una especie de baranda para sostenerse y “uno de los juegos favoritos de los SS era el sorprender a los hombres en el acto de la evacuación y arrojarlos dentro del pozo: en Buchenwald, diez prisioneros se ahogaron en excremento de esta manera en octubre de 1937" (Kogon, 56). Los mismos pozos, siempre desbordados, eran vaciados por los prisioneros a la noche con pequeños cubos:

El lugar era resbaloso y  oscuro. De los treinta hombres asignados, un promedio de diez caía en el pozo en el curso de cada noche de trabajo. A los otros no les era permitido sacarlos. Cuando el trabajo estaba terminado y el pozo vacío, entonces y sólo entonces, podían extraer los cuerpos (Weinstock, 157-158).

Repito, tales condiciones no eran accidentales; estaban determinadas por una política deliberada cuyo objetivo era la humillación más completa y la degradación de los prisioneros.

La causa de que ello fuera necesario no es aparente en una primera mirada puesto que ninguno de los fines del sistema concentracionario -sembrar terror, proveer mano de obra esclava, exterminar poblaciones- requería tal tipo de brutalidad y tales condiciones de envilecimiento. Pero también aquí, con toda esta locura, había método y razón. Este modo especial de maldad es un producto natural del poder cuando es absoluto, y en el mundo totalitario del campo, el poder ciertamente lo era. Los SS podían matar a todo aquel con quien tropezaran. Los kapos criminales caminaban en grupos de dos o tres, haciendo apuestas entre ellos acerca de quién mataría a un prisionero de un solo golpe. El grado de patología de tales hombres, su furia incontrolable ante la infracción de reglas, es una evidencia del deseo desatado de aniquilar, destruir, aplastar cualquier cosa que estuviera en la esfera de su autoridad. Inevitablemente, el mero acto de matar no es suficiente, puesto que si un hombre muere sin haberse rendido, si algo permanece intacto en él, el poder que lo ha destruido no consiguió arrasar, después de todo, con todo. Algo escapó a su alcance y es precisamente ese algo -llamémoslo “dignidad”- lo que debe morir para que los detentadores del poder alcancen la cima orgástica de su poderosa dominación.

Junto al incremento del poder, aumenta más y más la hostilidad hacia todo lo exterior a él. Su lógica es inherentemente negativa, debido a lo cual termina destruyéndose a sí misma (un consuelo que no significa mucho ya que el perímetro de la destrucción atómica es infinito). El ejercicio del poder totalitario, en cualquier caso, no se detiene con el ofrecimiento de la sumisión. Busca aplastar el espíritu, arrasar ese principio interno y activo cuyo vigor se sostiene en la libertad de ser determinado por fuerzas exteriores, en su independencia. De allí la compulsión sentida por hombres con gran poder, de salir a buscar y destruir toda resistencia, toda autonomía espiritual, todo signo de dignidad en sus cautivos. No era suficiente con asesinar a los viejos bolcheviques; Stalin necesitaba del espectáculo de los juicios. Tenía que demostrar públicamente que estos hombres de enorme energía y espíritu se habían quebrado tan profundamente que repudiaban abiertamente tanto a sí mismos como a la causa por la que habían luchado. Igual sucedió en los campos. La destrucción espiritual se transformó en un fin en sí mismo, muy lejos de los requerimientos del asesinato en masa. El objetivo era la muerte del alma. Sería llevado a cabo por medio del terror y la privación, pero en primer lugar por el implacable ultraje a la pureza y al valor. El ataque excrementicio, la inducción física al asco y al auto-disgusto, era el arma principal.

Pero la degradación tenía también su lógica más degradada: “En Buchenwald”, dice un sobreviviente,

“el principio consistía en deprimir la moral de los prisioneros al nivel más bajo posible, impidiendo al mismo tiempo, el desarrollo de la solidaridad o la cooperación entre las víctimas” (Weinstock, 92).

¿Cuánta autoestima puede uno sostener, con cuánta rapidez puede uno responder con respeto a las necesidades del prójimo, si ambos huelen mal, si ambos están cubiertos de barro y heces? Tendemos a olvidar el modo en que los prisioneros de los campos se veían y el modo en el que olían, especialmente los que ya habían renunciado al deseo de vivir; ello nos impide comprender la intensa revulsión y el disgusto que existía entre los prisioneros. Era éste un mecanismo efectivo para intensificar la ya existente irritabilidad entre los internos, ahogando en el disgusto común el impulso hacia la solidaridad.  Dentro del mundo concentracionario todo signo visible de belleza humana, de orgullo corporal o brillo espiritual, debían ser eliminados. El prisionero era llevado a sentirse sub-humano, a verse a sí mismo reflejado sólo en el hedor y la mugre de su vecino. Los SS, por el contrario, aparecían superiores no sólo en virtud de sus armas y seguridad, sino por la elegancia que los mantenía visiblemente aparte de la inmundicia del mundo de los prisioneros. En Auschwitz, los prisioneros eran forzados a marchar sobre el barro mientras que el camino limpio era sólo  para los SS.

Y ahí aquí una razón final y de enorme significación para comprender por qué los prisioneros debían ser tan degradados en los campos. Hacía más fácil hacer el trabajo. El asesinato en masa era menos terrible para los asesinos porque las víctimas aparecían menos que humanas. Parecían inferiores. En las entrevistas que realizara Gitta Sereny a Franz Stangl, comandante de Treblinka, hay momentos de reconocimiento escalofriante. Éste es uno de los más reveladores:

“¿Por qué” le pregunté a Stangl “si los iban a matar de todos modos, cuál era el sentido de toda esa humillación, por qué la crueldad?”

Para proteger a los que debían llevar a cabo las políticas”, dijo, “para hacerles posible hacer lo que hicieron” (101)

En una conferencia en la New School (New York, 1974), Hannah Arendt señaló que es más sencillo matar a un perro que a un ser humano, más fácil aún matar una rata que un sapo y ya no hay ningún problema en matar a un insecto - “es la mirada, está en los ojos”. Quiere decir que la percepción de la subjetividad en la víctima despierta algún tipo de identificación en el perpetrador; ello dificulta la realización de su acción en proporción directa con la capacidad de sufrimiento y resistencia que percibe. Inhibido por la lástima y la culpa, el acto mortal se hace difícil de llevar a cabo y produce cierto daño psíquico en el mismo asesino. Por el contrario, si la víctima exhibe auto-disgusto; si no puede elevar la mirada debido a la humillación o si al hacerlo muestra sólo vacío, su muerte puede ser administrada con comodidad o aún con la convicción de que sólo se está extirpando tejido podrido. Y es un hecho que el procedimiento de “selección” en los campos -a la izquierda, vida, a la derecha, muerte- se basaba en la apariencia física de la víctima o en una cierta percepción del grado de renuncia o capacidad de recuperación de la víctima. Un sobreviviente de Auschwitz lo dice así:

Sí, aquí uno se pudría en vida, no había dudas, así como lo había predicho el SS en Bitterfield. Era sin embargo vitalmente importante mantener limpio el cuerpo... Todos (en la “selección”) debían desvestirse y desfilar desnudos ante ellos. Mengele con sus guantes blancos inmaculados señalaba con su pulgar a veces a la derecha, a veces a la izquierda. Cualquiera con manchas en el cuerpo, o un ligero muselmann, era enviado a la derecha. Era el lado que llevaba a la muerte. El otro lado era para los que seguirían pudriendose un tiempo más (Hart, 65).

La carencia de agua era constante, las letrinas estaban cubiertas sumergidas en su propia inmundicia, abundante diarrea y barro por todos lados, en tales condiciones era imposible mantener una limpieza estricta. El mero hecho de tratar de permanecer limpio requería un esfuerzo extraordinario. Como dice un sobreviviente:

 “Ponerse de pie, lavarse y limpiarse,  parece la cosa más simple del mundo, no?, y sin embargo no lo era. Todo en Auschwitz estaba organizado para que estas cosas fueran imposibles. No había donde apoyarse; no había un lugar donde lavarse. Tampoco había tiempo” (Lewinska, 43).

Que las condiciones estaban “tan organizadas” fue un descubrimiento espantoso:

A la salida de los lugares donde dormíamos, las zanjas, el barro, las pilas de excremento detrás de las barracas, me espantaron con su espantoso hedor... Y después ví la luz! Me dí cuenta de que no era una cuestión de desorden o falta de organización, sino que, por el contrario, había un propósito consciente y deliberado que sostenía la existencia de los campos. Nos habían condenado a morir en nuestra propia mugre, en el barro, en nuestro propio excremento. Querían denigrarnos, destruir nuestra dignidad humana, borrar todo vestigio de humanidad, llevarnos al nivel de los animales salvajes para llenarnos con el horror y el desprecio hacia nosotros mismos y nuestros semejantes (Lewinska, 41-42).

Este reconocimiento llevaba o bien a que el prisionero se rindiera o bien a que decidiera resistir. Para muchos sobrevivientes, este momento marcó el nacimiento de su deseo de librar batalla:

Pero desde el instante en que entendí el principio motivacional... fue como si me hubiera despertado de un sueño... como si estuviera recibiendo la orden de vivir... y si moría efectivamente en Auschwitz, sería como un ser humano, aferrada a mi dignidad. No me iba a convertir en el ser bruto, despreciable y disgustante que mi enemigo deseaba que fuera... y comenzó una lucha terrible tanto durante el día como durante la noche  (Lewinska, 50).

Otro sobreviviente lo dice de la siguiente manera:

Allí y entonces decidí que si no era el blanco de una bala o si no me colgaban, haría cualquier esfuerzo para sostenerme. No sucumbiría nunca más a la apatía. Mi primer impulso fue el de concentrarme para estar más presentable. Bajo las circunstancias esto puede sonar ridículo; ¿qué relación real podía haber entre mi recién adquirida resistencia espiritual y los espantosos harapos en mi cuerpo? Pero en un sutil sentido había una relación, y desde ese momento en adelante, el resto de mi vida en los campos, lo tomé como un hecho. Empecé a mirar a mi alrededor y veía el principio del fin cuando encontraba una mujer que podía haber tenido la oportunidad de lavarse y no lo había hecho, o a otra que sentía que atarse el cordón del calzado era ya una pérdida de energía (Weiss, 84)

Higienizarse, no sólo en un sentido ritual -aparte de las cuestiones de salud- era algo que los  prisioneros necesitaban hacer. Lo encontraban necesario para la supervivencia, y, aunque parezca extraño, los que dejaban de hacerlo morían pronto:

Era el primer paso hacia la tumba. Era casi una ley férrea: los que dejaban de lavarse todos los días morían pronto. Si esto era la causa o el efecto de un quiebre interno, no lo sé; pero era un síntoma infalible (Donat, 173).

Otro sobreviviente describe la desaparición inicial de la preocupación por su apariencia y la progresiva toma de conciencia de que sin ese cuidado, no sobreviviría:

¿Por qué debería lavarme? ¿Estaría en mejor situación de la que estoy? ¿Le agradaría más a alguien? ¿Viviría un día más, una hora más? Seguramente viviría un poco menos tiempo porque lavarse era un esfuerzo, una pérdida de energía y calor... Pero después comprendí.... En un lugar como este, con el agua escasa, turbia y maloliente, el acto de lavarse no tiene que ver con la higiene y  la salud, es el síntoma más importante de lo que queda de vitalidad, es un instrumento de supervivencia moral (Levi, 35).

Al pasar a través de la degradación de los campos, los sobrevivientes descubrieron que en tal situación límite no podían darse el lujo de perder el sentido de la dignidad. Sobrellevaron un daño indescriptible, una enorme humillación. Pero en un cierto punto debían elevar una firme resistencia a la pretendida negación como seres humanos de que eran objeto. Aprendieron además que cuando el contexto de inmundicia es tan fuerte, la suciedad del cuerpo parece representar a la suciedad del alma. Y terminaron reconociendo que cuando ese sentimiento particular -ese algo interno intocable, la “dignidad”- era quebrado definitivamente, con ello muere el deseo de vivir.  Cuidar la apariencia, entonces, se transformó en un acto de resistencia y un momento necesario en la compleja estructura de la supervivencia. La vida misma dependía de mantener intacta la dignidad, y esto dependía a su vez, de la batalla infinita para mantenerse visiblemente humano:

Debemos entonces lavar nuestras caras sin jabón y con agua sucia y secarnos con nuestras ropas. Debemos lustrar nuestros zapatos, no porque nos lo exige alguien, sino por la dignidad y lo que debe ser. Debemos caminar erguidos sin arrastrar nuestros pies, no en homenaje a la disciplina prusiana sino para mantenernos vivos, para no empezar a morir (Levi, 36).

La estructura básica de la civilización occidental,-o tal vez de cualquier civilización, puesto que los procesos de cultura y sublimación son uno-, es la división entre el cuerpo y el espíritu, entre la existencia concreta y las maneras simbólicas de ser. En la situación límite, sin embargo, este tipo de divisiones colapsan. El principio de compartamentalización ya no se sostiene y el ser orgánico es el principal asiento de la vivencia de ser. Cuando esto sucede, el cuerpo y el espíritu son piso uno del otro, cada uno carga con las necesidades del otro, con las penas del otro y cada uno es consecuencia directa de la condición total del otro. Si la capacidad espiritual de recuperación declina, también decae la resistencia física. Si el cuerpo se enferma, el espíritu pierde asideros. Hay una extraña circularidad acerca de la existencia en la situación límite: los sobrevivientes preservan su dignidad para “no empezar a morir”, se preocupan por su cuerpo como una cuestión de “supervivencia moral”.

Para muchos de nosotros, la palabra “dignidad” no quiere decir mucho a estas alturas; junto a palabras como “conciencia” y “espíritu” ha generado sospechas y se la usa raramente en el discurso analítico. Ciertamente, si por “dignidad” entendemos la proyección de pretextos y  vanaglorias, o la forma en que el poder se oculta tras la pompa y el orgullo ritual, si se trata de una forma paródica del principio que los hombres usan para justificar o conquistar -así como el honor y la conciencia son explotados y parodiados, aunque sean tan reales- entonces, el reclamo por la dignidad a que nos referimos es falso. Pero si hablamos acerca de una resistencia interior frente a determinaciones exteriores; si nos referimos a un sentido de inocencia y valor, un sentimiento que no puede ser violado, autónomo e intocable y que se hace más vigoroso cuando es amenazado, entonces, y tal es el caso de los sobrevivientes, estamos tratando con uno de los constituyentes esenciales de lo humano, uno de los elementos irreductibles de la vivencia de ser. La dignidad en este caso aparece como una facultad auto-conciente, auto-determinada, cuya función es la insistencia en el reconocimiento de uno mismo como tal.

Los SS ciertamente lo reconocieron, de allí su intento por destruirlo, aunque no del todo exitosamente en el caso de los sobrevivientes; fue ése uno de los peores aspectos de la ordalía en los campos. Cuando la higiene se vuelve imposible y los seres humanos están forzados a vivir en sus propias excreciones, el dolor es tan intenso que llega al punto de la agonía. El shock de la degradación física causa la devaluación moral, y, como podemos juzgar simplemente por los informes de quienes lo sufrieron, el sometimiento a la mugre parece producir mayor angustia que el sometimiento al hambre o al miedo o a la muerte. “Este aspecto de nuestra vida en el campo” dice un sobreviviente, “era la ordalía más terrible a la que estábamos sujetos” (Weiss, 69).  Otro sobreviviente describe el empeño de hombres forzados a yacer en sus propias excreciones: “gemían y sollozaban con vergüenza y disgusto. Su quiebre moral era abrumador”(Szalet, 78). En los casos más raros, la degradación producía una desesperación que bordeaba la locura, como cuando un grupo de prisioneros fueron obligados a “beber de los recipientes higiénicos”:

No podían obedecer esa orden demoníaca; hacían como que bebían. Pero los blockfuehrers se daban cuenta de ello; hundían las cabezas de los prisioneros bien adentro de los recipientes hasta que sus caras estaban cubiertas de excrementos. En este punto las víctimas prácticamente perdían la razón -debido a ello sus gritos sonaban tan demenciales (Szalet, 42).

¿Pero por qué es tan insoportable el contacto con el excremento? ¿Si la incomodidad real al tocar la materia fecal no es tan importante, por qué la reacción es tan violenta? ¿Y por qué es en esta situación particular que el sentimiento de dignidad está más amenazado? El incidente de los recipientes higiénicos citado antes ha sido examinado desde un punto de vista psicoanalítico con la siguiente conclusión:

las satisfacciones infantiles... pueden ser satisfechas sólo por medios contra los cuales la cultura ha erigido fuertes prohibiciones... La renuncia forzada a estas barreras era capaz de llevar a los prisioneros a la desintegración mental (Bluhm, 15)

El sufrimiento extremo de estos hombres, era resultado, entonces, del quiebre de un tabú cultural. Sus gritos demenciales se debían a que se veían forzados a volver a estructuras subliminales en respuesta a la violación de los “hábitos de limpieza”, estructuras “reforzadas por cualquier cultura en un temprano estadío” (17). La lucha de los sobrevivientes contra esta fatalidad excremental, para decirlo llanamente, aparece como una función del “entrenamiento higiénico” -aunque este término no esté usado en el artículo que estoy citando-, y el grado de reduccionismo que implica, aún desde una perspectiva psicoanalítica, parece completamente desproporcionado a la violencia de la experiencia de los prisioneros. El artículo continúa, sin embargo, sugiriendo que la hondura de la que surge el grito original puede revelar, más allá de las demandas relativas y flexibles de la cultura, la violación de un límite o una frontera cultural:

sin embargo, el adulto normal de nuestra civilización comparte con sus iguales el disgusto hacia el contacto con los excrementos de los miembros de la tribu de niveles culturales inferiores. El disgusto parece ser una línea demarcatoria, cuya transgresión puede producir efectos mucho más devastadores que la aparición de síntomas regresivos más o menos aislados (17).

Desde el punto de vista psicoanalítico, la angustia moral es un producto del conflicto entre las demandas culturales y el deseo regresivo de subvertirlas. Pero si tenemos en mente que toda regresión está al servicio del placer o de la liberación del dolor (que así era como definía Freud el placer) entonces toda la teoría de la regresión infantil, en el caso de los sobrevivientes, se vuelve absurda. El grito de aquellos hombres desesperados era por cierto una defensa contra la disolución, pero reducir su extraordinario dolor a la violación de un tabú o a alguna restricción impuesta parece dejar afuera el punto esencial. De cualquier manera, la autoridad inhibitoria del entrenamiento en reglas higiénicas no parece ser tan central como para que su infracción cause la desintegración de la personalidad. Sólo una vez en la cultura occidental fue visto en términos de crisis psicótica - entre las clases burguesas en el siglo diecinueve con su confianza extrema en la rigidez de lo corporal y, en consecuencia, sus formas irritantes de satisfacción sexual. Yo sugeriría, finalmente, que ese entrenamiento es la organización ritual de un proceso biológico inherente. Muchos tabúes se fueron por la borda en los campos de concentración, pero no éste, la transgresión de una “línea demarcatoria” que corre más hondo que la imposición cultural. Aquello que los seres humanos toleren o no, depende, hasta este punto, de los más variados tipos de entrenamientos. Aparte de ello, sin embargo, hay cosas absolutamente inaceptables cuando algo - mantengamos la palabra “dignidad”- algo en nuestra naturaleza más profunda se subvierte. Y la vida depende enormemente de una tal subversión.

Es, creo, una buena descripción de lo que sentían los sobrevivientes cuando eran amenazados por el ataque excremental. Ricoeur dice que el sentimiento de violación contiene conceptos tales como “pecado” y “culpa” y que finalmente como “el más antiguo símbolo del mal”, la profanación “puede significar analógicamente todos los grados de la experiencia del mal” (336). Por cierto, ¿por qué nuestras ideas acerca de la santidad y la purificación espiritual están asentadas sobre el imaginario de la higiene y la purgación física? ¿Por qué usamos imágenes asociadas con excrementos -imaginería de corrupto y deteriorado, de sucio contagioso, contaminado, podrido o echado a perder- para encarnar nuestras percepciones del mal? Ricoeur concluye que toda esta imaginería es sólo simbólica, que representa estados internos del ser, y nosotros no dudamos en concordar con ello. Pero en los campos de concentración, la profanación era una condición real que se percibía con la vista, el tacto y el olfato, y de ahí la cuestión: cuando los sobrevivientes reaccionan tan violentamente al contacto con los excrementos, ¿están respondiendo a lo que ello simboliza o es la ordalía de su experiencia concreta en los campos lo que originó el simbolismo del mal?

La implicancia del análisis de Ricoeur es que “la conciencia de uno mismo parece constituirse en su nivel más inferior por medio del simbolismo; el lenguaje abstracto es sólo un producto subsecuente” (9). Pero, sin embargo, ¿dónde se origina el simbolismo? ¿de qué manera la profanación llegó a simbolizar el mal? Ricoeur puede sólo responderlo diciendo que en el comienzo era el símbolo, que la conciencia de lo humano se dio a través de una simbólica objetivación de su propia estructura y condición. Este tipo de punto de partida, sin embargo, es también una culminación; es nada menos que el objetivo de la civilización, el resultado de un proceso de sublimación o trascendencia o espiritualización (llámese como sea) por el cual los sucesos reales y los objetos se vuelven imágenes, mitos y metáforas que constituyen el espíritu universal del hombre. La transformación del mundo en símbolos es perpetua; internalizamos los hechos y estamos en conexión espiritual, cuando no concreta, con aquellas experiencias primarias de las que, como seres civilizados, nos hemos separado.

Pero esta actividad puede revertirse. Cuando la civilización se derrumba, como sucedió en los campos de concentración, la “mancha simbólica” es una condición de profanación literal, verdadera; y el mal es lo que produce la real “pérdida de la coraza personal del propio ser”. En condiciones extremas, el hombre es despojado de su extensa identidad espiritual. Sólo permanecen formas de existencia concretas, la vida verdadera y la muerte verdadera, el dolor verdadero y la profanación verdadera; y son ellos los que sustituyen el medio del ser moral y espiritual. El espíritu no desaparece así como así cuando falla la sublimación. A costa de gran parte de su libertad vuelve al sustento y origen del significado; es decir que vuelve a la experiencia física del cuerpo. Que es otra manera de decir que, en la situación límite, los símbolos tienden a ser realidad.

Podríamos decir, entonces, que en la situación límite, el simbolismo como simbolismo pierde su autonomía. O, para decirlo de otro modo, que en este caso especial todo es sentido como inherentemente simbólico, intrínsecamente significativo. De cualquier manera, el significado ya no existe por sobre y por debajo del mundo; re-ingresa en la experiencia concreta, se vuelve inmanente e inviste a cada acto y momento de una profunda urgencia. De ahí el insólito carácter “literario” de la experiencia en la situación límite... Es como si entre el humo de los cuerpos ardientes las grandes metáforas de la literatura mundial fueran “puestas en escena” de hechos terribles, muerte y resurrección, daño y salvación, todo el dolor espiritual y el triunfo pasando a través de la noche oscura del alma.

El siguiente suceso, por ejemplo, parece literario hasta el grado del desconcierto. Es el tipo de incidente que podríamos esperar en el clímax de una novela, válido como una ficción que porta un significado más que por su misma realidad, aceptable por ello a través del planteo simbólico que hace, del drama psíquico que encarna. El evento sin embargo, fue real. Sucedió durante los últimos días del levantamiento de ghetto de Varsovia, fue el destino de muchos hombres y mujeres. Armados con pistolas y botellas con combustible, los luchadores del ghetto se sostuvieron durante cincuenta y dos días contra tanques, artillería de campo y ataques aéreos. Resistieron tan encarnizadamente que los alemanes finalmente decidieron quemar casa por casa, calle por calle, hasta que todo -toda vida, todo signo humano- hubiera desaparecido. La última oportunidad para escapar era a través del sistema de alcantarillas y allí se sumergió, en la oscuridad inmunda, lo que quedaba del ghetto:

Al día siguiente, domingo 25 de abril, bajé... a la cañería subterránea que conducía al lado “ario”. Nunca olvidaré lo que se me presentó ante la vista en el primer momento del descenso. Docenas de refugiados... buscaban refugio en los canales angostos y oscuros cubiertos del agua mugrienta de las letrinas municipales y de los baños de los edificios privados. En estos canales de poca altura, angostos, que sólo permitían que una persona se arrastre doblada hacia adelante, docenas de personas yacían juntas apiñadas y confundidas dentro del barro y la inmundicia (Friedman, 284).

Permanecieron allí abajo, a veces durante días, buscando su salida hacia el lado “libre”; por momentos algunos se daban cuenta del lugar en el que estaban, bajo qué intersección de calles; el tiempo pasaba, simplemente, esperando. Muchos murieron, pero gracias al esfuerzo combinado de los partisanos judíos y polacos, algunos fueron rescatados y sobrevivieron:

El 10 de mayo de 1943, a las nueve de la mañana, se abrió de repente la tapa de la alcantarilla que estaba  sobre nuestras cabeza y entró un torrente de luz. A la salida estaba Krzaczek (un miembro de la resistencia polaca) que, después de más de treinta horas de estar sumergidos, nos decía que saliéramos afuera. Empezamos a trepar, uno por uno, y subimos enseguida a un camión. Era un hermoso día de primavera y el sol nos calentaba. Estábamos cegados por el brillo del sol puesto que no habíamos visto la luz del día durante semanas y habíamos pasado casi el tiempo completo en total oscuridad. En las calles había gente y .... estaban quietos mirando a estos seres extraños, a duras penas reconocibles como humanos, que se arrastraban fuera de la alcantarilla (Friedman, 290).

Si perteneciera a una novela, con cuánta facilidad podríamos hablar de los ritos de pasaje; del descenso al infierno; del viaje subterráneo a través de la muerte. Podríamos responder a todos los simbolismos de la oscuridad y de la luz, al renacimiento y a la nueva vida como bendecidos por la primavera y por el sol, estas criaturas cubiertas con cieno emergiendo de los intestinos de la tierra. Y no estaríamos leyendo mal. Puesto que a pesar del horror, todo parece familiar, muy cerca de los arquetipos que conocemos a través del arte y los sueños. Para el sobreviviente en cualquier caso, la inmersión en el excremento marca el nadir de este pasaje a través del límite. No parece ser posible una peor violación moral al ser. Aún en este caso, en que a pesar de todo aún había vida y deseo, estos cuerpos untados de mierda fueron la imagen exacta de cuánta mutilación puede soportar el espíritu humano, a pesar de la vergüenza, la abominación, el trauma de la repugnancia violenta y aún mantener el sentido de ese algo interno inviolado, intacto. “Sólo nuestros ojos afiebrados”, dijo un sobreviviente de las alcantarillas,

“mostraban todavía que éramos seres humanos vivos” (Friedman, 289).

REFERENCIAS.

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[1]De su libro “The survivor: An anatomy of Life in the Death Camps” (El sobreviviente: una anatomía de la vida en los campos de muerte), Oxford and New York: Oxford University Press, 1976. El presente capítulo también fue publicado en “Holocaust. Religious & Philosofical implications” editado por John K. Roth & Michael Berenbaum en 1989, Paragon House, New York, de donde se transcribe el prólogo de los editores. Apéndice de “El silencio de los aparecidos”, Diana Wang, Acervo Editorial, 1998. Nota de la traducción: El título original del capítulo es “Excremental Assault”. Si bien la traducción literal de la palabra assault es asalto, preferí traducirla como violación  para dar cuenta del compromiso corporal que implica y que la palabra asalto  no hace tan evidente en castellano. Diana Wang

[2] Ordalía: pruebas a las que en la Edad Media eran sometidos los acusados y servían para averiguar su inocencia o culpabilidad. Las pruebas eran la del duelo, del fuego, del hierro candente, del sorteo. Se llamaban también juicios de Dios. Pequeño Larrousse Ilustrado.

[3]  Las medidas inglesas en el texto original son: veinticinco piés de longitud, doce piés de profundidad y doce piés de ancho.