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Del silencio al testimonio

Del silencio al testimonio - Sobrevivir para contar - Callar para vivir

Fueron muchas décadas de silencio. Los sobrevivientes de la Shoá comenzaron a hablar públicamente a finales del siglo XX. Solo lo habían hecho, y no siempre, en el ámbito privado. Un silencio particular que invita a reflexionar acerca de sus motivos y su evolución desde 1945 hasta la fecha. 

Después de 1945. Una vez vueltos a la vida debieron encarar cómo vivir. Echados de sus hogares, perdidas familias y lazos conocidos, los esperaban los duros escollos de encontrar un destino y conseguir los recursos para llegar. “¿Dónde puedo ir?” llora la canción sobre aquel mundo de puertas cerradas. Israel -entonces Palestina bajo mandato británico- y Estados Unidos tenían estrictas cuotas de inmigración, los otros países tenían prohibido otorgarles visas, conseguirlas requería conexiones, estrategias y dinero. 

Una vez encontrado un sitio, toda su atención y energía debió destinarse a la adaptación, idiomas, costumbres, lugares, todo desconocido, un tanto amenazante. Llegaron sedientos de contar pero pocos querían escuchar. Y cuando lo hacían, muchos no les creían y otros, fue el golpe más fuerte, los acusaban de “haber hecho algo para sobrevivir”. Entendieron rápidamente que mejor era callar ante la incredulidad y la acusación que dolía, humillaba y avergonzaba. No podían explicar lo que habían vivido, todo estaba demasiado cerca y  solo sabían lo propio, les faltaba la perspectiva más amplia de la compleja y terrorífica realidad  perpetrada por el nazismo. ¡Había tanto por hacer para salir adelante en la nueva vida! ¡Manos a la obra, mejor callar! 

El ala de la izquierda judía comenzó a conmemorar en la década del 50 el “Heroico levantamiento del gueto de Varsovia” que al tiempo que enaltecía a los resistentes, implicaba que quienes no habían resistido de ese modo glorioso, habían sido cobardes. 

Un motivo más para callar.

Década del 60. Cuando comenzaron los reclamos por indemnizaciones, entre los requisitos para ser lograrlo, los sobrevivientes fueron evaluados psiquiátricamente. Ante la desesperación por no poder documentar lo perdido muchos fraguaron o exageraron trastornos que los haría beneficiarios de una compensación. Fue descripto entonces el “síndrome del sobreviviente” cuyos ingredientes eran negación, desapego emocional, pesadillas, angustia, insomnio, necesidad de control y culpa; el habla popular lo llamó “el loco de la guerra”. 

Estas conclusiones psiquiátricas no coincidían ni con mis padres ni con los sobrevivientes que habían sido mi familia. Eran personas vitales, trabajadoras, sociables, entregadas a sus desarrollos personales, construyendo su “parnasá” con entusiasmo, generando familias sanas con hijos que cimentaban el futuro a fuerza de trabajo y estudio. No se diferenciaban de otras familias de inmigrantes. 

¿Pero por qué no contaban lo que habían vivido? Y resultó que no era solo un tema de los sobrevivientes de la Shoá. En todos los genocidios del siglo XX la voz de los sobrevivientes se empezó a escuchar recién varias décadas después. 

El camino no fue una línea recta. Veamos su cronología.

Año 1961. El juicio a Adolf Eichmann abrió una brecha en el muro del silencio. Los sobrevivientes fueron llamados a testificar y por primera vez después de terminada la guerra se conocieron caras e historias que se difundieron por todo el mundo. Fueron visibles por primera vez y de modo positivo. La sociedad israelí llamaba “savon” a los cobardes en obvia alusión al mito de que los judíos fueron convertidos en jabón, esos judíos llamados  guéticos, despreciados doblemente porque supuestamente se habían dejado conducir “mansamente como ovejas al matadero” y porque si habían sobrevivido era debido a “algo” que habían hecho. Su presencia en el tribunal les devolvió algo de la dignidad que la sociedad les había escatimado y con ello, el derecho a hablar. Pero no fue suficiente, aún no era el tiempo. A poco del juicio, la brecha se cerró y se restableció el silencio. 

Año 1978. La serie norteamericana “Holocausto” que todos vimos tensos y aferrados a nuestros asientos fue un nuevo intento de quiebre. Era la historia de los Weiss,  una familia alemana, gente de la cultura bien diferente del judío “cobarde y pasivo” tan estereotipado. Pero tampoco alcanzó. Fue otra llamarada que se apagó pronto. Siguieron callando. 

 Año 1993-1998. Todo cambió, el dique del silencio finalmente se quebró con “La lista de Schindler” de Steven Spielberg y la creación de la Shoah Foundation con su mayúsculo proyecto de registrar los testimonios de los sobrevivientes. Convocados, uno por uno, a contar su historia, decían orgullosos “Di mi testimonio a Spielberg” como si el director mismo hubiera estado en su casa. Dignificados y reconocidos, ahora que los querían escuchar, podían y querían contar. Luego de décadas de silencio protector fue un acto de resignificación y justicia, y desde entonces hasta la actualidad, no pararon de hablar. Las viejas hipótesis de negación se mostraron inexactas, los “locos de la guerra” no sufrían de locura. No hubo negación ni olvido. Recordaban todo, querían contar todo. 

Cuarenta años después, había llegado el momento. Pero la pregunta de por qué guardaron silencio tanto tiempo seguía sin ser respondida.

Un silencio protector. Jorge Semprún relató en “La escritura o la vida” (1994) que una vez fuera de Buchenwald, donde había sido deportado por comunista, no pudo escribir lo vivido hasta mucho después porque sumergirse en aquel barro pegajoso le impediría seguir viviendo. Cuatro décadas necesitó para ponerse en contacto con aquello sin temer que esos recuerdos, dolorosamente adheridos, no le dejaran vivir. Su dramática opción era escribirlo o vivir. Su propuesta de que el silencio había sido una protección para él me hizo pensar que si no habrá sido similar para otros sobrevivientes.

No todas las víctimas de éste y otros hechos genocidas callaron pero los que hablaron prematuramente se hundieron en la victimización de donde no podían salir. En sus casas, el tema recurrente y agobiante cubría creaba un contexto de resentimiento y las relaciones intrafamiliares se teñían de culpa, ira e irritación. Definidos solo como víctimas esperaron un reconocimiento que la sociedad no estaba aún en condiciones de dar. El hablar prematuramente no les alivió y les impidió operar con el trauma o resignificarlo. Al victimizarse hicieron de la experiencia su eje de identidad quedaron sumidos en una penuria opaca y adhesiva que entorpeció sus vidas a cada paso como temía Semprún y lo confirman los suicidios de Bruno Bettelheim, Paul Celan, Jean Améry, todos sobrevivientes de la Shoá que hablaron tempranamente. También está la dudosa muerte de Primo Levi cuyo libro “Si esto es un hombre” publicado en Turín en 1947 con una tirada modesta pasó inadvertido. Era pronto todavía. 

Un silencio reestructurador y posibilitador. La dimensión temporal del silencio, se hizo más sólida cuando Dominique Frischer en “Les enfants du silence et de la reconstruction” (2008) propuso la idea de que no solo el silencio no fue patológico sino que fue estructurante y esencial para que los sobrevivientes pudieran recuperarse y reconstruirse. “Recién cuando el sobreviviente siente que el pasado ha quedado atrás, cuando los pasos dados a posteriori lo tranquilizan porque todo ha seguido bien es cuando, paradójicamente, puede ponerse en contacto con lo vivido, mirar hacia atrás y comenzar a hablar”. 

Durante mucho tiempo creí y sentí al silencio vivido en casa como algo negativo. En mi propósito de comprenderlo y deconstruirlo, confusa y dolida por la ausencia de palabras con la que había crecido, describí seis razones para ello : no existían formas de nombrar aquello, la sociedad no quería escuchar, los padres no querían herir a los hijos, había diferentes categorías del sufrimiento según lo vivido por cada uno, la continuidad de la vida se habìa quebrado y la experiencia durante la Shoá estaba enquistada sin poder ser integrada y por último, los caminos no lineales en que se vive y procesa la memoria. 

Más tarde cuestioné al silencio como condición negativa y me pregunté si siempre era conveniente hablar. ¿No será, para algunos, en algunos casos,  abrir una caja de pandora despertando fantasmas que era preferible mantener dormidos? En una sociedad tan psicoanalizada como la nuestra, tan colonizada por la idea de que hablar de todo y  siempre es bueno, revisarlo fue ligeramente subversivo. Vinieron en mi ayuda las ideas de Semprún y Frischer. 

Frischer redobla la apuesta de Semprún: No solo el silencio fue protector sino estructurante, hizo posible seguir viviendo.

No parecía lógico pero coincidía con mis propias observaciones y dado que mi experiencia profesional me había mostrado que luego de sufrir un ataque hablar solía ser beneficioso me pregunté por qué no lo era en todos los casos. ¿Cuál era la diferencia? Tal vez estribaba en que el ataque sufrido en la Shoá no fue individual sino colectivo. Con la premisa de que se trató de dos situaciones traumáticas que determinan distintos procesamientos y caminos elaboré la hipótesis que sigue.

Dos traumas diferentes. El concepto tradicional de trauma se ubica en la esfera individual. El ataque individual (violación, secuestro, robo) es entre dos personas, el perpetrador y la víctima. El perpetrador tiene un propósito personal generado por objetivos personales y emociones como codicia, odio, desesperación. Cuanto más pronto pueda la víctima ponerlo en palabras, mejor su procesamiento, pronóstico y recuperación. Cuanto más tiempo calle, anclará más hondo en su subjetividad hundiendo a la persona en la victimización sin permitirle emerger de allí y seguir su camino. El ataque personal y emocional es algo que compartimos con los mamíferos. 

En el  ataque colectivo ya no son dos los que intervienen, son cuatro. El perpetrador responde a una entidad superior -Estado, gobierno, ejército-, no ataca con un propósito personal y emocional sino que obedece órdenes. No importa la identidad de la víctima sino su pertenencia al grupo designado como blanco. Los cuatro elementos son: un Estado perpetrador, un ejecutor, el grupo designado y un miembro del mismo. El ataque no es personal ni emocional sino racional, “para el bien de la sociedad”. 

El ataque colectivo, típico de hechos genocidas, es exclusivamente humano. 

Sobrevivir a un trauma colectivo requiere tiempo. 

El trauma colectivo vulnera el contrato social cuando el Estado, cuya tarea es proteger y cuidar, es el que asesina. Socava las bases sobre las que nos constituimos como individuos y corroe la confianza básica. Recuperar la confianza demolida, darle voz y palabras, es un proceso que requiere tiempo para ser consolidado. 

El trauma colectivo cambia las expectativas, las normas y los lugares dentro de la sociedad. Los parámetros de la educación se vuelven otros, otras las reglas de la vida. Se subvierte lo que cualquier religión predica y hacer lo que antes se penaba pasa a ser deseado y premiado. Los que eran amigos se vuelven enemigos, lo que estaba bien está mal, lo que estaba mal está bien. Estaba prohibido ayudar a un judío en Polonia durante la ocupación nazi, refugiar, proporcionar un salvoconducto, dar tan solo una papa que le permitiera vivir un día más. Si el ayudador era descubierto, antes de asesinarlo se mataba a toda su familia. Hacer el bien, ser solidario pasó a ser un delito. La denuncia, la delación, la tortura, el engaño eran alentados y premiados por el Estado. La prisión sin causa, el asesinato programado en manos de quien se comprometió a cuidar, fragmenta el piso sobre el que se está parado, la confianza básica sobre la que se sustenta nuestra vida en sociedad. Recuperar esa confianza es, y eso es lo que hemos aprendido de los sobrevivientes de la Shoá y de los otros genocidios del siglo XX, una construcción personal y colectiva que no sucede de la noche a la mañana.  

Este silencio de décadas se replica en los sobrevivientes sudafricanos, los de la masacre de Ruanda, los de la guerra de Argelia, los de las limpiezas étnicas en los Balcanes, los de Malvinas y de la dictadura argentina y la chilena, la uruguaya, la brasilera, los sobrevivientes del genocidio armenio, los sobrevivientes de la Shoá, todos requirieron tiempo para recuperar la confianza y en ese lapso han mantenido silencio.

Vivimos en una cultura que estimula el hablar. Nos circunda la idea, promovida probablemente por los templos psi y sus sacerdotes y feligreses, de que hablar es siempre sanador y que quien no lo hace está en riesgo de alguna severa patología mortal e incurable. Es sin dudas saludable intentar poner orden y otorgarle operabilidad a nuestro mundo interno y a nuestras relaciones y penas. Pero de ahí a enunciar una ley general, para todos los silencios de todas las personas en todas las situaciones, hay un trecho que requiere de una consideración más detenida. 

La psicología observa y reflexiona sobre el  trauma individual que sucede entre dos personas particulares, no el que ataca el contrato social. La conducta de un delincuente, un enfermo, un enemigo, no lesiona la estructura social. El sufrimiento, el agravio y sus consecuencias en las víctimas dependen, por un lado del grado del ataque, y por otro de que se le pueda poner las palabras lo más pronto posible para que no permanezca tóxico y enquistado. 

Por el contrario, la lesión de un trauma colectivo perpetrado por el Estado es de otro orden, corroe la legalidad que sustenta la convivencia, ataca la comunalidad, la vida gregaria, al contexto social imprescindible sobre el que construimos nuestra subjetividad. Cuando nos tenemos que cuidar de quien nos tiene que cuidar ¿cuáles son los parámetros a los que ajustarse? El mapa pre-existente deja de ser válido, se pierden los puntos de referencia. Ya no sabemos a qué atenernos, en quien confiar, dónde ir, cómo comportarnos. Si el Estado nos designa como sus enemigos somos parte del “enemigo interno” ese “uno entre nosotros” a perseguir, detener y extirpar, quedamos fuera de la ley. La confianza queda herida de muerte. 

Y cuando todo termina, cuando se emerge del “bache” genocida oscuro y arbitrario, cuando se recupera la vida “normal”, hay que hacer un esfuerzo supremo aferrarse a sus bordes del bache y reinsertarse esperando volver a confiar. Las ganas de vivir son incontenibles, como ese hilito de agua que siempre encuentra un cauce y en su camino arrasa con todo porque tiene que seguir. Vueltos de la iniquidad y la muerte hay que trabajar, construir proyectos, demostrar y demostrarse que lo vivido fue un accidente transitorio, como ese rayo fatídico que cayó un día y quemó la casa, convencerse de que las cosas volverán a sus cauces, que el imperio de la ley se ha establecido y que todo va a estar bien, que ya ha pasado el peligro. Volver la vista atrás amenaza con despertar los fantasmas, con perder pie y resbalar en excrecencias y restos sociales pringosos. Y se pone toda la energía en la reconstrucción de la confianza perdida y el sobreviviente apuesta -¿qué alternativa tiene?- a esta sociedad que hace un instante lo había traicionado. Es que si no confía no puede seguir viviendo. ¿Cómo hacerlo cuando la vivencia de traición sigue viva? Tiempo, hace falta tiempo para ir restableciendo los indicadores de que la sociedad va recuperando su cordura, que vuelve el mundo de reglas previsibles en el que se estará a  salvo. Lo que pasó, pasó, quedó en ese “bache” oscuro y sin palabras. Además nadie quiere oír. Hablar de lo que pasó es enfrentar a toda la sociedad con su propia ignominia. El sobreviviente calla mientras se recompone pero también es invisibilizado en su padecer porque es un testigo incómodo y nadie quiere oír su testimonio. La sociedad todavía no puede. Y hay que seguir viviendo. Hasta que llega el momento de hablar.

Los testimonios de los sobrevivientes de la Shoá. 

Callaron pero no olvidaron. Ni negaron. Ni reprimieron. Entre ellos hablaban, no públicamente. Decidieron mirar hacia adelante, como el hilito de agua. Y décadas después, con sus vidas hechas, el pasado bien atrás y la sociedad en condiciones de revisarse y de mirarse en ese espejo deformante de su esmirriada humanidad, con hijos adultos y nietos, recién entonces pudieron tomar el pasado traumático entre las manos y comenzaron a dialogar públicamente con él. 

Con una sociedad que abrió las orejas y tímidamente aceptó este ejercicio de revisión de algunos de sus supuestos, hay un nuevo contexto de recepción. La confianza va hacia un  proceso de reconstrucción y las marcas, que no se borran, dibujan circuitos que quedan como documentos pero que por fin pertenecen al pasado.

Ya sin peligro de hundirse otra vez en el “bache” sin salida, sin temor de confrontar a un Estado ocultador, sin tener que dar explicaciones por haber sobrevivido, cuando los hijos, nietos y bisnietos aseguran que el futuro es y está, se puede. 

Ahora se puede hablar.

Publicado con Coloquio del Congreso Judío Latinoamericano