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Utopías salvadoras y placares desatendidos.

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Fue a la plaza de la estación a poner su granito de arena. El país ardía en ese verano caliente de diciembre de 2001. Iba a la asamblea barrial. No creía que tenían que “irse todos”, creía que había que dar ejemplo de ciudadanía. Por eso llevaba su proyecto. Le decían “no vale la pena, la gente común no puede hacer nada”. No estaba de acuerdo. Creía que si cada uno hiciera lo que había que hacer, de a uno y a poquito, el país no estaría así. Y lo quería probar.

Eran unos cincuenta vecinos de pie alrededor del mástil de la bandera. Estaba Susana, la del kiosko de diarios, Román de la casa de sanitarios, Carlos de la farmacia, Alcira que le había dado de castellano a su hijo unos años atrás, los de enfrente, los de la vuelta, los de más lejos. Caras conocidas de gente que saludaba a la mañana cuando se veían por la calle. Todos enojados, con la rabia que hacía de sus ojos bases de misiles ante la pérdida de sus ahorros y la defraudación en sus vidas.  Susana tenía un cuaderno y a su lado había alguien que no era del barrio y que organizaba todo. Parecía que tenía experiencia en hacerlo. “Levanten la mano los que tienen una propuesta que hacer”. Varias se levantaron. “Susana irá haciendo una lista y después cada uno elegirá en cuál quiere participar”. Aplausos. Roque, furioso, propuso hacer un arqueo en la intendencia y deponer al intendente. Aplausos. Claudia ofreció investigar a los ricos del barrio, sus declaraciones juradas y posesiones y expropiarlos. Aplausos más tibios. Edmundo a su vez dijo que lo que había que hacer era intervenir los bancos y exigirles, especialmente a los extranjeros, que devuelvan los dólares. Aplausos estruendosos. Raúl exclamó que basta de pavadas, que había que ir al FMI y a la entidad que reúne a la banca internacional y demandar la debida reparación. Aplausos y gritos de apoyo.

Miró a sus vecinos y temió que la siguiente propuesta fuera invadir Suiza. Pero no, solo faltaba la suya. Dijo: “Amigos, lo mío es más casero. Vivo en la manzana del colegio, a las entradas y salidas siempre hay algún padre tapando la entrada de mi garage”. “A mi me pasa lo mismo” respondieron varios a su alrededor. “Propongo reunir a representantes de padres, alumnos y autoridades de la escuela junto con los vecinos afectados y trabajar para encontrar una solución posible para todos. Creo que es una manera excelente de aprender a ejercitar la democracia y un aprendizaje crucial para nuestros chicos y también, por qué no decirlo, para sus padres”. Aplausos acompañados por un “¡qué buena idea!” de algunos.

Una vez completada la lista de propuestas, llegó la hora de que los vecinos se ofrecieran a trabajar en la que tuvieran ganas de participar. La que concitó a la mayoría fue la de ir al FMI, “es un atajo, ahí está la madre del borrego” afirmó uno de labia encendida y puño enhiesto. Su entusiasmo fue tan contagioso que casi todos, con entusiasmo y determinación vindicativa, se apuntaron ahí. Las otras propuestas tuvieron menos interesados, una o dos personas a lo sumo. Cuando le llegó el turno a la suya, la de los padres que tapan los garages y la idea de juntarse todos los involucrados a pensar y decidir qué hacer, ninguna mano se levantó para acompañarlo.

Aceptó su dolorosa derrota.

Ya era tarde. Suspiró hondo. Volvió sobre sus pasos con la cola entre las piernas. En su camino de regreso se preguntaba qué había pasado con nosotros que preferíamos dejarnos embriagar por utopías grandilocuentes salvadoras del mundo y nos resultaba nimio y sin sentido transformador ordenar el interior de nuestro propio placard.


Publicado 17 de noviembre 2018 en el Suplemento Sábado de La Nación.