Intercambio con Beccacece

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Nota de Hugo Beccacese en LN, 13 de julio 2020.

En este periodo del año se suceden las fechas patrias más importantes: 25 de mayo, 20 de junio, 9 de julio, 17 de agosto. Es inevitable que surjan algunos recuerdos de la época escolar relacionado con esas efemérides. Tuve conciencia y claros ejemplos de lo que era la discriminación ya en la niñez. Voy a contar uno de esos episodios. En ese entonces tenía doce años y cursaba la escuela primaria.Para los actos escolares, había y hay una serie de rituales. Entre ellos, el de elegir al alumno que llevará la bandera. La tradición imponía (como ahora, creo) que el chico de mejor promedio, a modo de reconocimiento, fuera el abanderado. En sexto grado (en aquella lejana época, equivalía al séptimo de hoy), tenía un compañero judío brillante en todas las disciplinas. Lo llamaré por la inicial de su nombre: P. Él tenía el primer promedio de la división; yo, el segundo. Competir con él estaba fuera de cuestión. Su destino era ser el mejor de la clase. Lo admiraba. Era más bajo que yo. Estábamos en ese período de la vida en que un grupo crecía de golpe; otro, poco a poco; y un tercero se desarrollaba bastante más tarde. Yo estaba más bien en el primero; P, en el tercero.Como si la naturaleza hubiera querido señalar la inteligencia con un atributo físico especial, P. era el único compañero pelirrojo. Los pelirrojos, chicas y chicos, pertenecían para mí a la aristocracia capilar. Me fascinaban. El pelo de P. era brillante; además, su cara tenía pecas. Ese detalle hacía que me resultara muy simpático. Éramos amigos.

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14 de julio 2020, Sr Beccacece 

Leí conmovida su nota de ayer. Los que nacimos hace algunas décadas recordamos aquella escuela primaria y aquellos actos discriminatorios lesivos. Me duele lo que vivió entonces, entiendo su silencio, cuando uno era chico no era fácil discutirle a la autoridad (¡cómo ha cambiado eso!) y me pregunto cómo recordará el mismo hecho el colorado petiso. 

Tengo una anécdota también yo que me tomo el atrevimiento de compartir con usted. 

Cuando me anotaron en la primaria mis padres no dijeron que éramos judíos. Hacía poco que habíamos llegado de Polonia, ellos con el peso de lo vivido bajo el nazismo, con el dolor de lo sufrido y perdido, debiendo declararnos católicos para poder entrar por la infausta Circular 11 que prohibía el ingreso si decíamos ser judíos, quisieron darme a mi una oportunidad para no ser discriminada, para tener una vida normal. Como no figuraba como judía, en la clase de religión me quedaba, no me iba a la de "moral" con las chicas judías. En casa no se hablaba de ser judío, no se negaba pero no se mencionaba. Mis padres no eran religiosos ni tradicionalistas, no éramos socios de ninguna institución judía y, aunque nos movíamos en un núcleo con amigos judíos, todos sobrevivientes del Holocausto, claro, el tema de ser judío no era un tema para mí. Amaba las clases de religión. Y, obvio, llegado el momento quise tomar la comunión con las otras chicas, tener ese vestido de novia tan bonito, y las estampitas con mi nombre y los guantes y la cofia con los lazos de satén... soñaba con eso. Pero algo en mi sabía que no me correspondía. Entraba a la iglesia para mis clases de catecismo y cuando tenía que introducir mis dedos en el cuenco con agua bendita antes de persignarme, hacía el gesto pero no mojaba los dedos. Sabía. Oscuramente sabía. La cosa se puso complicada cuando les mentía a las otras chicas sobre como era mi vestido y el diseño de las estampitas. Todo mentira. Pero cuando la fecha estuvo cerca me vi en el problema de que necesitaba el vestido. Mis padres no tenían idea de mis visitas a la iglesia, eran épocas en las que jugábamos en la calle y uno podía escabullirse en travesuras. Pero necesitaba el vestido y se lo tuve que pedir a mi mamá. Claro, la escena fue dramática. Cuando supo para qué lo pedía y en qué había estado, el llanto, el lamento, el dolor fueron desgarradores. La hago corta: no hubo vestido. Sentada en el balcón de mi casa, aquel 8 de diciembre, día de la virgen, vi desfilar a esas novias chiquitas, orondas y orgullosas como una burla dirigida a mi, encerrada en la prohibición de ser igual que ellas. Odié a mis padres, los odié con todas mis fuerzas. Y me dediqué a amar a Evita, el hada de los pobres y desamparados (mis padres me dejaron hacer no fuera que contara en la escuela que ellos no...). 

Me abrió todo este archivo su nota. 

Mis saludos en espera de otros de sus textos.

Diana

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Respuesta 14 de julio 2020

Estimada compañera de distintas discriminaciones, en primer lugar, la felicito por la calidad de su narración. No puedo con el genio de lector: disfruto de las cosas bien contadas.

En segundo término, lo que usted sufrió fue mucho más duro que lo padecido por mí en esa ocasión. Imagino la angustia y el terror que sufrieron sus padres. Y después el peso del silencio y el secreto, tanto para ellos como para usted.

Mi padre era, más que agnóstico, ateo. Cuando, en el primario, tuve la primera clase de religión, se hizo la división entre los católicos y los no católicos, éstos, como usted recuerda, iban a la clase de moral. Yo había sido bautizado (mi madre intervino). Pero no sabía ni persignarme. Qué era la moral?, me pregunté. Sobre la la moral ignoraba todo.

La palabra no me gustaba. Preferí quedarme en religión por pereza.

Con el tiempo, llegué a una conclusión. Por haber desechado la hora de moral, era un amoral, en vez de un ateo. Por intuición, por pereza, había encontrado mi lugar en el mundo: la amoralidad. 

Le agradezco mucho sus líneas, apreciada señora. Usted me ha leído como yo quería ser leído. No olvidaré lo que me ha contado. Me conmueve que me haya confiado algo tan íntimo con tanta emoción.

La saludo con profundo afecto y respeto.

Hugo