¿Me voy a ir en gueto?

Así preguntó Maru, de 12 años, alumna de una escuela privada no confesional. En Historia le dieron para estudiar El Holocausto, para el lunes había que saber Guetos y Campos de Concentración. ¿Es como matemáticas o geografía? preguntó extrañada, ¿hay que cumplir los objetivos de Gueto y Campos de Concentración igual que Teorema de Thales o Isotermas e Isobaras? y terminó: si uno no la da bien, ¿se va en gueto?.

Y su pregunta, nada inocente, pone en cuestión todo el tema de la educación y la transmisión. Pone sobre el tapete también lo relativo a la representabilidad, a todos los dispositivos que se usan como herramienta pedagógica.  Obliga a discutirlo, interrogarse, repensar y revisar lo que se hace, para no caer en la estereotipia que lleva lenta pero fatalmente a la banalización.

Una ley que incluya el estudio del Holocausto en toda la red escolar es una excelente noticia. Pero está lejos de ser suficiente. Tampoco lo es los testimonios, los libros, las películas, los monumentos. Es descorazonador advertir la insuficiencia de todo lo que se hace en pos de la mentada frase “recordar para que no se repita”.

Los que estamos en las trincheras de la transmisión sobre la Shoá sabemos que no es recordando que se evita que pase algo. Recordar no alcanza. Es condición sine qua non, pero no alcanza. El “nunca más” es una expresión de deseos, nada más. Es preciso recordar, estudiar, investigar y encontrar los medios más eficaces para transmitir, conmover y promover reflexiones modificadoras. Enseñar sobre el Holocausto no es cultura general. Es, o debería ser, un tema tendiente a la formación personal. Debería atravesar diferentes materias y ser abordado desde diferentes ángulos, con un énfasis en la ética, la responsabilidad social, la propaganda, los prejuicios y sus efectos pragmáticos, la manipulación, el juicio crítico. Debería favorecer el aprender a pensar y a conducirse en la sociedad.

Y nos asaltan estas preguntas: ¿cuál es la mejor forma de transmitir, enseñar, educar? ¿qué utilidad prestan las conmemoraciones estereotipadas, los monumentos, los museos, los libros, las películas? ¿qué sentido tiene todo lo que hacemos? ¿sirve para algo? ¿cómo atraer la atención, tocar, llegar, conmover, hacer pensar?

Un recurso para concitar la atención es recurrir al “morbo”, al relato sangriento y sanguinario, a lo tortuoso, al horror. Seguramente conmoverá y será escuchado, pero es dudoso que conduzca a la reflexión y al aprendizaje real. El Mal fascina pero obtura.

Carl Whitaker, decía que lo que de verdad importa no se puede enseñar, se debe aprender. Todo aprendizaje modificador es un camino de encuentro entre alguien que quiere saber y alguien que puede enseñar, el primer paso lo debe dar el “alumno”. Todo aprendizaje debe responder a una pregunta del alumno, a algo que le importe, le interese, es una interacción en la que ambas partes son activas, uno en la pregunta, otro en la respuesta. Solo así se puede aprender, es decir, incorporarlo, hacerlo propio. Si no, mucho me temo que sea estéril. O, peor aún, contrario a lo que se espera.

Vamos a escuelas y damos cifras, hechos, nombres, explicamos, testimoniamos, ¿no seremos para los chicos como la profesora de matemáticas o de lengua, alguien impuesto por la escuela, parte del programa del día, a quien hay que oír por obligación no porque interese o porque responda a alguna pregunta que urja ser respondida? 9 a 10, Lengua, 10 a 11 Gimnasia, 11 a 12 Holocausto.

¿Cómo podemos abrir preguntas, generar inquietud, interés, necesidad en la audiencia? ¿cómo podemos sacudir la indiferencia y abrir el “apetito” de conocer?

Gueto y Campo de Concentración no pueden ser objetivos programáticos a cumplir en la rutina escolar. Lo que se ganó introduciéndolo en la escuela corre el riesgo de endurecerse, estereotiparse, volverse inútil. Tal vez no pase solo con este tema lo que señalo. Tal vez se deba a que, y no recuerdo a quien corresponde la cita, nuestra escuela está diseñada en el siglo XIX con docentes del siglo XX para alumnos del siglo XXI.